Lo que sigue es un relato de lo sucedido durante un campamento de seis amigos, hace alrededor de 20 años. Una accidentada, apasionante, inolvidable travesía de montaña. Para hacerlo más llevadero, lo publicaré en entregas. A ver qué les parece.
Tarde lluviosa y oscura – 1
En el piso duro, con la campera por almohada, apretado entre Juanjo y Guille que ya dormían y mirando sin ver en la oscuridad de la carpa. Algunas veces extrañaba ese último cigarrillo —cenicero de lata de paté en el pecho— que le daba forma al balance del día. Dialogar con el humo blanco que cruza perezoso la brasa del pucho. Como hablarle al alma. Felizmente ya no fumaba, pero el balance era inevitable. Ese primer día de campamento en Bariloche lo habíamos aprovechado para desentumecer las piernas de los casi dos días de viaje en tren.. Una larga caminata de ida y vuelta al lago Escondido camino al Llao-Llao, pasando por bahía López y el arroyo angostura. Catorce quilómetros aproximadamente. Nos iba a ser útil ese módico entrenamiento; al otro día pensábamos iniciar la travesía Catedral-Jakob. Esto suponía tres días de caminata subiendo y bajando por el bosque, la piedra y la nieve, armando, desarmando y sobre todo cargando con las carpas. También con la mochila llena de ropa de repuesto, bolsas de dormir y provisiones, olla, jarros y zapatillas colgando. Ninguno de nosotros conocía la picada que recorre el valle del río Rucaco salvo por las vagas descripciones de algunos veteranos y una especie de hoja de ruta que Guille había conseguido en el club andino. Confiábamos en que el tiempo ayudaría. Ya eran demasiadas las incertidumbres. Los seis del grupo —además de nosotros tres, en la carpa vecina cuchicheaban mi hija María José, Anita y Ofelia— nos conocíamos desde siempre, así que no era una sorpresa el que lo pasáramos tan bien entre nosotros.
Me levanté temprano, prendí el fuego, puse a calentar agua y desperté a todos. Además de desayunar, teníamos que desarmar las carpas, preparar las mochilas, dejar en el depósito del SAC el resto de las provisiones y tomar un colectivo de alrededor de las 8 hs. para llegar al cruce con el camino al Catedral. Queríamos llegar a Piedritas con luz de día para armar las carpas y cocinar la cena. Como todo eso podía complicarse con imprevistos (como efectivamente sucedió) convenía apurarse. Piedritas era uno de esos lugares ideales para armar un campamento: enormes árboles en un terreno casi plano en lo alto del cerro y con el arroyo Van Titter bajando torrentoso entre grandes piedras. Su situación, ya a pocos minutos del refugio Frey, lo convertía en su alternativa, atractiva y gratuita.
Sin mayores inconvenientes (si hubo alguna protesta mascullada no se notó) cumplimos con la primera parte del programa. Ya en Villa Catedral comenzó la llovizna fría y tenue. Las nubes bajas que sólo dejaban ver la parte inferior de la montaña traían nieve. Se nos fue un largo rato en compras de último momento. Villa Catedral iba a ser nuestra despedida de la civilización. Por varios días sólo íbamos a poder contar con lo que lleváramos dentro de nuestras mochilas. Sabíamos que la picada hasta el refugio Frey comenzaba en un punto cualquiera de una huella de carros que bordeaba, subiendo con un leve declive, la ladera este del cerro. No teníamos demasiado claro el camino —sólo un borroso recuerdo— pero como de todas maneras tampoco eran demasiadas las huellas a elegir, no nos preocupaba la posibilidad de extraviarnos. Y en realidad, no nos extraviamos: nos pasamos de largo.
-Leo… ¿No te parece que esta huella se está haciendo demasiado larga? (Guille me gritaba desde su puesto al final de la fila india)
En esos momentos yo encabezaba la fila. Por razones de edad me sentía responsable del grupo. Por las mismas razones y a pesar de conocer mis frecuentes despistes, el grupo me aceptaba como guía. Detrás de mí caminaban Anita, María José, Juanjo, Ofe y remataba el experimentado Guille. La huella subía barrosa y accidentada por el bosque de ñires. Los borceguíes y las mochilas mojadas pesaban cada vez más, y por debajo de los anoraks y camperas, pullovers, camisas y camisetas, comenzaba a pegotearse el sudor. La observación de Guille me sirvió; hacía rato que buscaba un pretexto para replantear la situación. Efectivamente, el tramo de huella de carros hasta el nacimiento de la picada no podía ser tan largo. La deliberación que siguió sirvió para varias cosas: sacarnos las mochilas para aliviar el dolor de los hombros, descansar de pie (el piso en declive y tapado de cañas colihue, piedras y barro chirle no permitía sentarse) y también para delegar el mando en Guille, con lo cual pude descansar de la responsabilidad que me pesaba más que la mochila.
Así que hubo que bajar lo subido mientras se seguía mojando lo mojado. Desandamos la huella barrosa con Guille a la cabeza de la fila, seis pares de ojos escudriñando su margen derecho. En algún escondido rincón debía haber un poste, una marca en un árbol o algo que indicara el comienzo de la famosa picada. Finalmente lo encontramos, semioculto entre las cañas. Era un poste despintado, casi caído y con una flecha apuntando al cielo. El cartelito clavado en el poste decía: “Refugio Frey”. Habíamos perdido más de una hora.
(continuará)
(de “En carpa”)
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