sábado, 29 de marzo de 2008

EL NIÑO DOWN

Hay una cosa —y quizá sea sólo una— en que la coincidencia es universal. El rico como el pobre, el culto como el ignorante, el de inteligencia aguda como el torpe, el ateo y el creyente, los de todas las edades, razas, religiones, culturas y etapas históricas, todos buscamos eso que, a falta de mejor palabra, llamamos “la felicidad”.
El disenso comienza cuando se quiere definir y más aún, cuando se elige un camino para acercarse a ella. La multitud de objetivos que perseguimos por creer que son capaces de hacerlo, no suelen ser más que distintas formas de buscar riqueza, poder o prestigio; los ídolos del nuestro y de todos los tiempos. Cualquiera de estas tres metas incluye a las otras dos. No son más que matices de un mismo ideal: mi propio crecimiento. Pero sucede que, según se puede comprobar a cada paso, las tres son como el horizonte que se aleja a medida que creemos acercarnos a él. Sólo algunos privilegiados, a veces al final de sus vidas, aciertan a comprender que lo que realmente importa, lo único que puede conseguir el verdadero crecimiento y felicidad, es el afecto. Los creyentes decimos que fuimos hechos para Dios, y que Dios es Amor. La felicidad es el amor, aunque suene sensiblero.
El niño Down lo sabe. Desde que tiene conciencia de sí mismo y de los demás, sabe cómo buscar la felicidad. No entiende de riqueza, poder ni prestigio; sólo sabe buscar cariño. Este conocimiento le permite ahorrarse una vida entera de búsqueda infructuosa y frustrante. Debería servir también para recordarnos que existe algo que él posee y que fue muy apreciado en otros tiempos: la sabiduría.

(de "Filosofía de Boliche")

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