domingo, 4 de noviembre de 2007

TERAPIA FÍSICA

No me había costado demasiado dejar de lado la medicina. Estaba de vacaciones, una barba de varios días, vaqueros, zapatillas y anorak. Pero además, estaba con un grupo de campamento de 40 muchachos y chicas, en un vagón clase turista atestado de mochilas, bolsas de dormir, alguna guitarra, barajas y mate. Ni siquiera estaba en ese campamento a Bariloche cumpliendo el papel de médico, sino que tenía vagas responsabilidades de “grande”. Padre de dos campamenteros y amigo de otros. Dicho en otras palabras, estaba disfrutando a pleno hasta del tedio y de la tierra del viaje.
—“¿Es cierto que en este grupo hay un médico…?” El guarda había aparecido sin que nadie lo notara. Alguien escondió lo mejor que pudo el mechero de alcohol que usábamos para el mate. El guarda, simulando no ver nada, repitió:
—“¿Hay algún médico en el grupo?”
Aunque me hubiera gustado negarlo, las miradas de varios me apuntaron. Además, sentí sordamente que Hipócrates se revolvía es la tumba, alarmado.
—“Sí, señor, yo soy médico” Me oí decir (maldita sea mi suerte)
El guarda me llevó aparte para poder hablar en confianza: ahora éramos dos las autoridades.
—“Mire, Doctor. En un camarote hay dos señoritas, bah, dos chicas… ¿vio? Y una de ellas vino a buscarme hace un rato medio asustada. Parece que su compañera está descompuesta o algo así…
Mientras el guarda me hablaba, yo trataba de ubicarme. Para eso rebuscaba en la memoria los conocimientos de terminología popular adquiridos hacía ya demasiado tiempo en la guardia del Hospital. “Ataque a la cabeza” era epilepsia; “Ataque de nervios” era histeria o borrachera según la edad y el sexo; “Ataque de presión” era, obviamente un ictus. El problema consistía en que “Descompostura” era cualquier cosa. Todo eso y mucho más. Desde diarrea hasta un infarto masivo, desde un aborto incompleto hasta una hemorroides trombosada. Además, con mi humilde y casta pediatría, me sentía totalmente desarmado ante los misterios del organismo y de la patología femeninas. Me imaginaba enredado en complicadas, misteriosas y turbadoras afecciones de escondidos órganos difíciles de mencionar sin ruborizarse. El consejo de oro que se me dio el primer día de guardia; “De la cintura para arriba, coramina. De la cintura para abajo, paratropina” tampoco me servía. No disponía de ningún medicamento que pudiera aparentar poderes curativos. Además, ¿Cómo se revisa a una señorita? Fundamentalmente: ¿Qué se hace con el corpiño? Si expongo todas estas confusas inquietudes es para que se intente comprender mi insólita propuesta:
—Muy bien. Veamos a esa señorita. Va a acompañarnos nuestro terapista.
Por supuesto que el campamento no contaba con “terapista”. Pero Martín (17 años, jugador de rugby y con buenos músculos) había estado alardeando de supuestos conocimientos de terapia física. Durante doscientos kilómetros nos había estado explicando con lujo de detalles, técnicas de masaje, localización manual de regiones contracturadas, milenarios secretos para manipular puntos cruciales y recónditos como remedio de piernas torcidas, cinturas doloridas y hombros anudados. En ese momento me pareció que las difusas indicaciones de su terapia convenían perfectamente a la no menos difusa naturaleza de la “descompostura” que me reclamaba.
—Muy bien, Doctores, síganme que les indico el camarote. (el guarda comenzó a mirarnos con cierta veneración)
El cruce de miradas entre Martín y yo tuvo la elocuencia que no nos permitía el momento. Su mirada me dijo: “¿Y yo, que pitos toco?” La mía le contestó: “Y qué se yo, hacé lo que puedas”. Salimos del vagón erguidos, conscientes de las miradas expectantes y respetuosas que se clavaban en nuestras espaldas. Todo un vagón presenciaba nuestra abnegación. Se podía confiar en la Ciencia.
Cruzar los vagones de primera clase ya puso a prueba mi escasa seguridad. No podía dejar de sentirme disminuido ante las miradas de educado desprecio con que nos distinguían los formales pasajeros de primera. Martín, en cambio, ignorante de ese tipo de sutilezas, o quizá no tan compenetrado con la importancia del papel, caminaba feliz y despreocupado por el pasillo bamboleante. Cada tanto me guiñaba un ojo con gesto cómplice. Con una seña le indiqué que se saque la boina verde decorada con infinidad de escuditos metálicos que exhibía con orgullo. Evidentemente, no condecía con la imagen de un profesional de la salud.
La entrada al angosto camarote planteó un problema: además de las dos pasajeras, estábamos el guarda, mi terapista y yo. Demasiada gente para tan poco espacio. Así que, después de presentarnos el guarda hizo mutis. Mientras interrogaba a la descompuesta y mis ojos se acostumbraban de a poco a la semipenumbra, iba advirtiendo dos cosas:
1) La dolencia de la paciente era tan difusa como su denominación. Algún mareo, dolores fugaces y mal localizados, malestar general. O sea: una descompostura.
2) La paciente propiamente dicha no era ninguna chica. Era una espléndida joven en camisón que nos explicaba a mi terapista y a mí con lujo de detalles el recorrido de sus molestias. “De aquí se me corre para acá” etc. Yo trataba de no mirar ninguna de las zonas que me señalaba, a cual más inquietante. Recurrí al viejo truco de hacer como que auscultaba la espalda. Ese trámite me permitía adoptar una inconfundible actitud médica, mientras escondía mi cara congestionada. También podía pensar, apoyado en la zona menos comprometedora de la ninfa. Mientras mi oreja derecha comprobaba que la paciente efectivamente no usaba corpiño, tomé la decisión.

—Quédese tranquila, m`hija. Lo suyo es sólo un poco de “estrés” (yo sabía que ese diagnóstico lucía mucho). Con un poco de terapia física, mañana va a estar como nueva…

Así fue que pude huir dignamente de esa consulta que me dejaba tan poco satisfecho. Dejé a ambas compañeras de viaje bajo la solícita atención de Martín y a Hipócrates con el ceño fruncido. Mi entrada al vagón fue casi triunfal. A las miradas interrogantes de todos respondí (la expresión seria y concentrada, con ese toque de cansancio y tolerancia que la gente espera de un médico) con un gesto tranquilizador. “Todo está bien…” Volví a mi asiento. No hice ni se me pidieron comentarios.

Media hora después, regresó Martín. Así pude comprobar que en ningún momento se había compenetrado con el papel. Si quisiera ser benévolo, podría decir que nunca abandonó la ingenua espontaneidad de siempre. Apenas asomó la cabeza en el vagón, sin esperar siquiera a que la puerta quede cerrada y desde una distancia de más de veinte metros de nuestro grupo, agitando ambos brazos por sobre la cabeza vociferó, radiante:

—¡Leooo…! ¡Gracias…! ¡Que potra bárbara…!!!

Los cien pares de ojos que se alzaron asombrados ante la irrupción del terapista vocacional, se dirigieron de inmediato hacia mí para fulminarme con toda su indignación. Creo que hasta mis amigos más cercanos se corrieron un poco en el asiento para que no los rocen esas miradas. El único ajeno al ambiente que había conseguido crear, fue Martín. Mientras continuaba con sus comentarios admirativos u carcajadas ululantes, se sentó a mi lado (como para que nadie se quede sin saber quien era el degenerado) para mostrarme su agradecimiento y palmearme la espalda. Después de esa escena, le pedí la boina, me la hundí hasta los ojos y no hablé más durante los mil kilómetros que faltaban.
(de “En Carpa”)

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