Se sacó los anteojos y lenta, prolijamente, masajeó sus párpados cansados. Éste era el peor momento del día. Es inhumano seguir doblado sobre el microscopio a la hora en que la gente inteligente descabeza una siesta. Luchando contra la modorra, Tomás mojó las manos y la cara con agua fría y se secó con una toallita de papel. Después salió al patio y prendió el único cigarrillo que se permitía en horas de trabajo. Hoy sin falta debía informar ese estudio cromosómico. Hacía frio y el cielo estaba cubierto por nubes pesadas y oscuras. Cuando volvió a sentarse en su butaca, María Luisa ya había vuelto del comedor y en su propio microscopio estudiaba un preparado. Tomás gruñó un saludo, mojó su pulgar con saliva y trató una vez más de borrar aquellos trazos de fibra violeta. Parecía increíble, pero esas letras medio desdibujadas que alguien había escrito en la superficie blanca del azulejo bastaban para distraer su atención. Todavía tenía tres horas de microscopio por delante. Tampoco esta vez consiguió limpiarlo. Tendría que usar algún solvente. Finalmente, olvidado el azulejo, pudo concentrarse en la metafase que estaba analizando. Uno a uno fue reproduciendo en el papel los trazos sinuosos de los cromosomas. Trabajar con María Luisa en el banco de al lado tenía las mismas ventajas y los mismos inconvenientes que trabajar solo. Para Tomás esa insulsa compañera tenía tanta significación como los otros elementos decorativos que intentaban darle un aire hogareño al laboratorio. Como esas viejas instantáneas de los hijos de la jefa, la “Desiderata” que ya nadie leía o el dibujo de la doble espiral de ADN que sin pretender ser original no se sabía quién había clavado con chinches en la plancha de telgopor. Era decorativo el ADN pero ya aburría. Enfrascado en sus células, finalmente el tiempo pasó sin notarlo. A la hora de irse, la faltaba aún completar diez metafases. El informe debería esperar. Por supuesto que como casi siempre los cromosomas eran normales. Guardó sus papeles en el cajón y apagó la radio con su música adocenada y monótona de FM, de rigor en todo laboratorio como las fotos de los hijos de alguien. Así y todo, suprimir esa música que no le interesaba lo dejó suspendido en el vacío, instalado en la angustia o en el desgano. Porque no tenía motivos para la angustia. Si, en todo caso para una cierta desilusión, pensó. Alguna vez había fantaseado con que la biología lo iba a introducir en un mundo fascinante, el de la Investigación Científica. Así, con mayúsculas, sonrió Tomás. Se envolvió la bufanda, se calzó el sobretodo y salió a la playa de estacionamiento. Ya todos se habían ido, así que sólo tuvo que saludar con un gesto vago al de la casilla de vigilancia, un aburrido muchacho con el que intercambiaba el mismo impersonal saludo desde hacía un año. Las rachas de viento frío le hicieron apreciar el abrigo del auto. Veinte minutos después, en el departamento en el que vivía solo desde su separación, se sirvió un whisky dispuesto a disfrutar de la lectura. Hacía ya un tiempo que se había aficionado a los cuentos de ciencia ficción. Disfrutaba de esos alardes de imaginación, de esa capacidad para crear otras realidades, ocultas detrás de la chata realidad cotidiana. Si hay quien invente estas historias, es que quedan esperanzas. Tal vez no todo esté confundido y contaminado por lo trivial. Gracias a los Wells, Verne, Asimov, Bradbury, se podía ingresar en mundos fantásticos, aunque no imposibles, mundos escondidos, disimulados entre los pliegues de lo evidente. Mundos improbables que desafiaban inteligencias como la suya, metódica y sometida. Desde el día anterior estaba atrapado por la fascinación de una historia de J. H. Rosny. El extraño protagonista (“Vine al mundo con una constitución orgánica única. Fui objeto de asombro desde un principio…”) es capaz de ver un universo de seres vivos, animados y activos, moviéndose entre los hombres a los que ignoran, compartiendo su atmósfera, su agua, su tierra, modificando el medio de la misma manera, aunque no en el mismo sentido que los hombres, influyendo indirectamente sobre nosotros y nuestro destino, así como nosotros, sin percibirlo, actuamos sobre el de ellos. Otra realidad, detrás de la supuesta única realidad. Tomás, más que leer, paladeaba las palabras y las frases. Sentía que su mente se dilataba atravesando las múltiples y minúsculas fisuras escondidas en la trama de sus resignadas certidumbres de siempre.
En la oscuridad de la habitación, lo único vivo era la brasa del cigarrillo. Tomás había conseguido elevarse mucho más allá de su vida anodina y olvidarse de sus anodinas preocupaciones. Lo apagó en el cenicero y mientras intentaba traspasar la barrera de su mente domesticada y penetrar en esos otros mundos que intuía, suave y quedamente, Tomás se vio trasportado a su aséptico lugar de trabajo. En estado inequívocamente líquido, percibió con vértigo que se deslizaba por el tubo del microscopio. Al llegar al final del trayecto, se encontró flotando en una atmósfera tibia y nutritiva. Lo sorprendió la soltura con que podía trasladarse por ese espacio gelatinoso y extrañamente familiar. Sin esfuerzo derivaba entre corpúsculos blanduzcos y refringentes, sólo algo más densos que el caldo viscoso en el que se desplazaba. Tomás disfrutaba aún del asombro por su nuevo estado cuando notó que lentamente se aproximaba a un filamento ondulante decorado con franjas transversales claras y oscuras (el espeso lago parecía disponer de una abundante fauna) Al instante, Tomás lo reconoció “es un 16” dijo. Sólo después advirtió maravillado que buceaba en medio de sus viejos conocidos. Pero al pasar, aquel cromosoma pareció mostrarle algo, o tal vez decirle algo. Tomás braceó con energía hasta llegar a un lugar desde el cual pudo observarlo en toda su longitud. Entonces lo estremeció un destello de dulzura. De una manera que no necesitó explicar, el cromosoma mostraba la cara sonriente de su madre. Así supo que estaba sumergido en su propia sangre, en un núcleo propio, en el mismo centro de su vida. El primer impulso de Tomás fue bucear en busca del cromosoma 16 heredado de su padre y así poder reunirse los tres, tal vez conversar. Pero temió separarse y perder de vista la imagen recuperada. La que custodió su infancia y su felicidad. Se acercó suavemente; quiso entrar dentro de ella y mirarla al fondo de los ojos como nunca lo había hecho. Y allí entrevió viejas fotos en sepia. Un señor severo con la mirada y una anciana bondadosa con la sonrisa de la madre. De su madre, única, pero doble. O mejor, combinación de aquellos, que a su vez eran dobles combinaciones de jóvenes aldeanos de Galicia, cada uno de los cuales era mitad y mitad, una generación detrás de otras, una realidad produciendo otra y escondida en otra. Miles de veces. Cada individuo mezcla de otros dos. Cada persona producto de dos distintas aunque similares. Todo influido y condimentado por costumbres, culturas, prejuicios, paisajes y ambientes diversos. Todo modificándose insensible y permanentemente merced a diminutas mutaciones. Y vio artesanos y juglares, y salteadores y mendigos y prostitutas y banqueros, grandes pecadores y mártires, marinos, reyes y cortesanas. Vio amores trágicos, traiciones, dolores, glorias y tristezas. La humanidad mezclándose de innumerables formas, llegando en cada generación a un nuevo hallazgo, a una creación única, compleja, irrepetible y asombrosa. Una obra cuanto más conocida más distinta, más ella misma, más persona aunque más síntesis de toda una humanidad. Como su madre, como él mismo.
Despertó del sueño profundo. Seguía anunciándose la lluvia. Sin embargo, por encima de las nubes, como siempre brillaba el sol. Y Tomás estaba seguro de ello. El cuento de Rosny había quedado en el piso. Lo recogió y con una sonrisa lo guardó en la biblioteca. Llegó temprano al laboratorio, llevaba unas facturas compradas al pasar. Tenía muchas ganas de hablar con María Luisa, preguntarle por sus hijos, por su historia y por sus sueños. Sería maravilloso conocer algo más del mundo. De ese cercano misterio tan difícil de descubrir.
(de "Historias de Juan Ordoñez
y otros cuentos")
jueves, 28 de junio de 2007
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