jueves, 25 de octubre de 2012

HIPOCAMPO

El hipocampo lo miraba con su ojito luminoso y su sonrisa dulce. En el agua de brillo titilante se deslizaba con impulsos imperceptibles de la cola graciosa, entre ondulantes algas verdes y medusas circulando con pasos de ballet, elegantes y altivas. El anciano volvió a sentir una familiar tibieza en el alma. Volvió a estar fresco y liviano, limpio y dispuesto a empezar de nuevo. En ese momento se despertó. El sueño recurrente lo había sacado una vez más del pozo de desánimo y tristeza. "Son cosas de la edad" le había dicho el médico, conciso, frío, profesional. El anciano entendió. "Es la proximidad de la muerte". Y el hipocampo tuvo que visitarlo. Puntualmente. Una vez más. Don Guido salió de la cama y fue al baño. Hoy no le dolían los huesos (¿será por el caballito?) Todavía faltaban dos horas para la salida del sol pero en cualquier momento llegaría el pibe con los cajones del mercado. Tenían que acomodarlos en la vereda y antes barrer un poco la verdulería. La patrona dormía a su lado. Le había salido buena la tucumana. Seis hijos y un montón de nietos, todos con estudio, como Dios manda. Sus viejitos habían pasado tan rápido por la vida... El padre muerto en la guerra, en algún lugar del África. Su madre, a la que no llegó a conocer, también muerta cuando Guido tenía un año y asistía con asombro al derrumbe del mundo. El cicatrizaba heridas que recibía sin notarlo, viviendo en una u otra casa hasta que un barco repleto lo dejó a los diez años en un país tan extraño como el propio, quizá algo menos cruel. Y que con los años lo aceptó como uno de los suyos. En aquel asilo de Roma lo había visitado el hipocampo por primera vez en una noche fría. Ya entonces lo había mirado con su ojito brillante y le había sonreído, como saludándolo. Guido siempre supo que era su amigo y que mientras se encontraran en los sueños no iba a estar desamparado. Mientras el pibe atendía a los pocos clientes, Don Guido, sentado frente a la caja, había buscado la antigua foto. Estaba su padre de pie y muy joven, morrudo, de labios gruesos y apretado dentro de un traje con muchos botones. Su madre, seguramente algo más alta, robusta y de sonrisa ingenua estaba sentada en un pretencioso sillón tapizado. Sus tres hermanos muy compuestos y serios rodeaban a la madre. Don Guido aún no había nacido. Ahora en cambio, era el único espectador y sobreviviente de esa generación estragada por la guerra y la desgracia. Sus dos hermanos varones habían terminado sus días en Mendoza; su hermana Rossana, que a los ocho años comenzó a ser la madre de todos, en Brasil. Nunca Don Guido les había hablado del hipocampo. Era demasiado chico y por otra parte, no hubiera sabido como describirlo. Recién en la juventud había podido ver en un acuario un caballito de mar. Sólo entonces supo que no era una creación de sus sueños. Guido lo reconoció, le sonrió y apoyó sus dedos en el vidrio de la pecera. El hipocampo también le sonrió. Hubiera querido preguntarle si también visitaba los sueños de sus hermanos, pero no podía hacerle preguntas, sólo aceptar su consuelo. De joven hubo un tiempo en que intentó encontrar una explicación a las visitas del amigo. Llevaba poco tiempo de casado con la Luisa. Ella no necesitó razones. Ella era distinta. Aceptaba las cosas sin tratar de entenderlas. Tenía la sabiduría de su raza y de miles y miles de años de convivencia y fraternidad con el misterio. Cuando Guido le confió sus encuentros con el hipocampo, se encogió de hombros. “No tiene sentido querer explicar al amigo, aún al imaginario. Si es amigo, debe ser bienvenido” —dijo. Una compañera del trabajo de Luisa en cambio, buscó retorcidos argumentos. Era evidente la relación del hipocampo con el signo astrológico de Guido. Según la mitología egipcia... Guido la había escuchado respetuoso y escéptico. El no era quien para cuestionar la validez de esos motivos, aunque sabía —vaya a saber por qué— que no eran los verdaderos. Los años fueron pasando. Luisa había tenido razón, como siempre. Guido tenía el tesoro de un amigo, y no necesitaba explicarlo. Como todo llega, también llegó la hora de Guido, después de muchos los años de trabajo y de honradez. Y al velorio fue todo el barrio, viejos compañeros y amigos simples que, incómodos con sus corbatas, pasaron la noche en silencio acompañando a hijos y nietos. Y a Doña Luisa, inmóvil junto a su hombre. Una jovencita, en un dificultoso español, se presentó a la viuda después de besarla. —Me llamo Regina, señora. Soy nieta de Rossana, la hermana de don Guido. Mi abuela, antes de morir, me encargó que cuando pudiera viajar a la Argentina —porque yo soy brasilera, ¿sabe?— Mi abuela me pidió que si venía a la Argentina visitara a su hermano y le trajera este relicario. Me contaba la abuela que Don Guido, de bebé, siempre jugaba con él, lo tocaba con los deditos y lo miraba con atención cuando su mamá le daba la teta. Entre sus hermanitos, hacían bromas con eso. ¿Sabe, señora? Este relicario fue la única herencia que la abuela y sus hermanos recibieron de los padres... Doña Luisa tomó la cajita de metal dorado que le daba la niña, la miró pensativa y la puso entre los dedos del finadito, junto a la cruz del rosario. Desde la decorada tapa del relicario, el ojito de esmeralda del hipocampo sonreía, otra vez en las manos de su amigo.

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