jueves, 16 de agosto de 2012
EL HIJO
La carta quedó sobre la cómoda, plegada con cuidado, doblez sobre doblez; después ella la guardaría seguramente en su caja llena de papeles, recuerdos y fotos descoloridas. El viejo ya la había leído varias veces procurando encontrar en esa letra apretada de computadora el verdadero mensaje (al viejo le pareció una letra esquiva y escondedora, que presagiaba desgracia). Puso la pava sobre el fuego y por la ventana trató de ver el cielo. Había llovido durante la noche y como siempre, la humedad se le pegaba a los huesos y le apelmazaba el ánimo. Esas primeras horas del día eran las peores. Después, bueno..., vendrían algunas diligencias, la reunión con los otros viejos y sus partidas de ajedrez, sus recurrentes charlas de vencidos, o peor aún, anécdotas de nietos. Por lo menos servían para matar las horas. "Queridos padres:". Ya empezaba mal. Era para los dos; como si fuera para ninguno. Tenía el espíritu de una circular: "Queridos amigos:" "Apreciado cliente:" Tal vez tantos años entre yanquis le hubieran hecho olvidar el espíritu del idioma, lo que se deja adivinar por detrás de las palabras. Si, era posible. El agua ya hierve. Mientras toma el té, deja que su mirada se pierda siguiendo los dibujos ridículos y repetidos del mantel. "Queridos padres". -¿Alguna vez me dijo "querido papá" o mejor "papá querido"...? Estoy seguro de que nunca. Como si él también tuviera la duda. La misma duda, la que seguramente nos llevaremos a la tumba. El y yo. Ella salió temprano para sus eternas compras. Aunque ambos sabemos que es para poder hablar con alguien, o tal vez para no tener que hablar conmigo. Lo mismo que hago yo con el pretexto del ajedrez. Ya debe estar comentando orgullosa que viene su hijo a visitarla. Ella sí que puede decir "Mi hijo".
Recorrió la casa buscando qué ordenar. Pero todo estaba en orden. Frío y en orden. El orden de los cementerios, pensó (¿o era la paz de los cementerios? ¿O será lo mismo?) Le pareció que ambos valores tenían alguna relación, como si fueran vecinos, pero que de ninguna manera eran la misma cosa. Mi vida es muy ordenada y sin embargo no estoy en paz. Y ahora llega él, después de casi veinte años, para agravar todo, para desordenar todo y para hacer visible la falta de paz. La mía, la de él y también la de ella. Y la culpa de ella. Esa culpa que está entre nosotros, que ocupa toda la casa y de la que no hablamos ni hablaremos nunca. Que ni siquiera podré saber si existió, o si fue una mala jugada, una criatura de mi imaginación mezquina. Le llegó como un eco lejano de rebeldía. ¿Todavía me queda rebeldía? Quizá no todo esté perdido.
Sale a la calle. Las nubes se están abriendo y la brisa es seca y fría. El sol deja caer una tibieza tímida sobre la vereda tapizada por hojas pardas de otoño. Tristes y esperanzadas. Hojas de sonrisa húmeda y triste, piensa. ¿De dónde me viene la sonrisa esperanzada? Tiene que reconocer —muy a su pesar— que el sol sólo calentó la tierra; la semilla estaba en la carta. Se pasa la mano por la cara para cambiar los pensamientos. Para ocuparse de problemas triviales y cotidianos. Camina despacio por el paisaje conocido de veredas desparejas y árboles rugosos y desiguales. Horas después se sorprende abstraído, sentado al calor del sol en un banco de plaza y mirando pasar las nubes por el cielo limpio.
Como siempre, revisa su vida. Sin proponérselo, busca una razón, una clave que sirva para pasar todo en limpio. Sabe, quiere creer que es una pieza pequeña pero imprescindible de un gran rompecabezas. Uno de infinitas dimensiones, pero con un sentido simple, capaz de ser percibido por cada una de las partes diminutas de la figura. Pero además grandioso y absoluto. "Esas son cosas de curas" le había dicho una vez un buen amigo en una noche de confidencias. También sabe que esa pequeña pieza que es él (no sólo él; también la huella que iba dejando) tenía una tuerca floja que hacía peligrar su capacidad de unirse al resto. Las palomas se habían ido acercando a su figura inmóvil. Caminaban apuradas unos cuantos pasos chaplinescos, alzaban la cabeza, miraban con atención hacia ambos lados y picoteaban el piso. Después levantaban vuelo. El viejo se encontró tratando de adivinar el sentido del paso nervioso y del vuelo urgente. ("Vuelven al nido con un grano para sus pichones, o tal vez con una pluma diminuta y suave para hacer más cálido el lecho de su compañera").
Ya estaba de regreso (un ritmo urgente de paloma). En el sillón estaba ella con la carta entre las manos. Al oírlo entrar, alzó la mirada húmeda y triste. Y con su sonrisa otoñal lo miró al fondo de los ojos. "¿Viste, viejo...? ¡Vuelve el hijo...!" La abrazó muy fuerte, como hacía mucho, demasiado, no lo hacía. Las lágrimas de ambos les dijeron que no todo estaba perdido.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario