viernes, 20 de enero de 2012

MALVINAS (Guiyo Tambella)

El personaje tiene muchos rostros. Se lo ubica en distintos lugares. Casi siempre en la ciudad. En la vereda de calles y avenidas con profusión de comercios, en las mesas del café, acodado a un mostrador, cuidando automóviles, entre el grupo de curiosos que observa las máquinas de una obra en construcción, mirando desde el cordón el paso de un ruidoso piquete o sentado en el banco de la plaza o de cualquier paseo público. Un lugar donde lo he encontrado, frecuentemente, es la estación de trenes.
Su característica más importante es la soledad. Aunque permanece en lugares poblados, siempre está solo. Se las arregla para permanecer solo, aún siendo parte de un grupo. Mira sin ver. Mira hacia sí. A su interior.
Y no se comunica. Es prácticamente imposible mantener una conversación con él. Yo lo he intentado, sin éxito, cada vez que pude. Siempre choqué con un muro. Ese intercambio de palabras expresivas de vivencias, que es la comunicación coloquial, jamás había podido darse en mis encuentros fortuitos con el personaje en cuestión. Y eso teniendo en cuenta que, según mis amigos, tengo una natural habilidad para encarar la primera parte de una conversación que, como todo el mundo sabe, se llama apertura. El personaje tiene dos o tres maneras de deshacerse de uno, una es tímida; agacha la cabeza, mira de soslayo y comienza a alejarse dirigiéndonos repetidas y temerosas miradas oblicuas; otra es agresiva, _¡déjeme en paz! _¡váyase! , que puede acompañarse de un ademán de golpear. En una ocasión un hombre pequeño, pero de voz estentórea se alejó a la carrera vociferando un sostenido y angustioso _¡Noooo! Por buena parte del hall de la Estación de Ferrocarril de Plaza Constitución.
Pero un día lo logré. Pude internarme en el impenetrable. Y nada tuvo que ver mi supuesta habilidad de interlocutor. Fue en la media mañana de una calle porteña. Estaba sentado en el alféizar de la ventana de una farmacia y una muchedumbre le pasaba por delante. Tenía el pelo largo hasta la nuca, lacio y canoso como la barba que tapaba el cuello y por detrás se continuaba en las patillas. Los ojos claros de un celeste grisáceo estaban entrecerrados en una mueca cavilosa que se completaba en el seño fruncido. Como siempre, dirigía la vista hacia un punto del cordón de la vereda y parecía no darse cuenta de la existencia de ese mar humano que le corría a su frente. Fumaba.
Yo lo miraba desde la vereda opuesta. No me quedaban dudas, era mi buscado héroe. Esta vez vestía un grueso gabán gris, blue jeans descoloridos y borceguíes marrones.
Aunque tenía pocas esperanzas de éxito, me propuse abordarlo. Crucé valientemente la calle y me dirigí directamente hacia la farmacia. Fue entonces que el azar o el destino me ayudaron. Cuando llegué hasta él, abriéndome paso entre la gente, se levantó de golpe y su hombro me golpeó en el pecho. Inmediatamente espetó con energía _ ¡Disculpe usted señor! El tono marcial de su voz me trajo reminiscencias de aquellas fórmulas que nos enseñaban cuando soldados , en el lejano servicio militar, para dirigirnos a un superior. Entonces, sin pensar demasiado, contesté con igual tono _ ¡No importa, soldado, puede continuar! La frase fue mágica, ni bien la expresé el flaco me miró con un gesto sorprendido y temeroso. Era como si de pronto hubiera tomado consciencia de mi existencia. Como si se le hubiera aparecido, de golpe, lo único a lo que valía la pena prestarle atención. _ ¿Usted me conoce? _ ¿Quién es? _ ¿Es militar?, las tres preguntas salieron disparadas sin solución de continuidad con una voz anhelante enronquecida por el tabaco.
Entonces aproveché la situación. _No, no soy militar…, pero algo de eso tiene que ver…, yo le voy a explicar…, mire, ¿tiene un minuto?, acompáñeme, lo invito a tomar un café y le explico. Su cara seguía teniendo una expresión de intriga, miró sucesivamente hacia la puerta del café, al lado de la farmacia y hacia mí, tuvo un instante de vacilación y luego aceptó.
Mientras caminábamos hacia la puerta del local, yo construía una historieta que tuviera credibilidad, pero no se me ocurría nada. Nos sentamos a la mesa y esperamos que el mozo nos sirviera sendos cafés. Entonces me escuché hablar con entusiasmo de los militares que había en mi familia. Me detuve con lujo de detalles en la figura del primo de mi mamá que se llamaba Arturito y que llegó a General de Brigada y discutía con papá porque estaba a favor de los alemanes, en la segunda guerra mundial y mi viejo era partidario de los aliados.
El tema era tan arcaico como yo. Mi interlocutor fue cambiando su expresión y pasó, poco a poco de un rostro inquisitivo y casi angustioso a una mirada aburrida y comprensiva. Si tuviera que decir qué sentimientos pasaban por la cabeza del flaco en aquel momento, diría que sentía pena por mí.
Cuando se cansó de soportar mi larga perorata inconducente, justo en el momento en el que yo estaba decidido a confesarle que todo había sido una estratagema para poder hablar con él, el flaco cortó mis palabras y me dijo en tono grave y con sordina _ Yo luché en Malvinas.
(continuará)

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