jueves, 2 de diciembre de 2010

DIECINUEVE

ESTUDIOS


“Los que lo son, los que lo fueron antes
los que siempre tienen de estudiantes
para toda la vida el corazón”




— “y me peleé con un compañero...”

Ése era el “pecado estrella” y por eso lo había dejado para el final. No
creo que mi confesión cumpliera con todas las condiciones debidas: no había “dolor de los pecados” ni “propósito de enmienda”. Y es que no conseguía sentir arrepentimiento. Había sido una pelea limpia, no le había tirado tierra a los ojos, no lo había mordido ni le había roto el guardapolvo. Por otra parte, con esa pelea demostré que no era ningún mariquita que se achicaba ante un desafío, lo cual me hacía uno más del grado, hermanado con todos y aceptando las reglas de todos. Creo que el padre Masramón debió pensar lo mismo, porque todo su comentario ante esta última parte de la confesión (dicha con cierto orgullo, lo reconozco) fue una palmadita en la espalda y hasta sospecho que una cierta sonrisa que le cambió ligeramente la dirección de algunas arrugas de la cara. No me extrañó que la penitencia fuera liviana —tres padrenuestros y tres avemarías no matan a nadie— y que terminara la confesión me preguntara como quien busca restar importancia a la cosa:

—“Y... oye tú, Leo... ¿Quién ganó?

Todo se había desencadenado como consecuencia de alguna trivialidad: seguramente una cuestión de honor herido. El motivo no era para nada importante. Todo respondía a una especie de rito de iniciación que debía ser cumplido para integrarse a la comunidad de cuarto grado. Después de pasar por una buena pelea, uno ya tenía derecho a ejercer una personalidad propia, a ser uno mismo.

— “Te espero a la salida...” había dicho mi rival. Ésa era la fórmula del
reto. Nuestros respectivos representantes, como padrinos de un duelo, acordaron el lugar (al costado de la Municipalidad) y en los dos recreos que faltaban se dedicaron a aconsejarnos: “Tené cuidado con ése que te tira trompadas a la barriga...” “no dejés que te enganche el cogote porque te estrangula...” etc. Supongo que las maestras e dieron cuenta de todo: era demasiado evidente que esos no fueron recreos comunes. En vez de correr y empujarse, los de cuarto grado habían formado dos grupos. Estaba en ambos extremos del patio deliberando alrededor de sendos chicos de ojos vidriosos y cara arrebatada.

Después de la pelea —empate al decir de la mayoría— sucio,
transpirado, raspado y pisando algo más fuerte que antes, volví a casa ansioso de encontrarme con Quito para comentar los aspectos técnicos del combate. Me interesaba su opinión porque él de eso, sabía bastante.

Al otro día, los recreos fueron también más conversados que corridos. Ambos bandos con sus combatientes, padrinos, asesores técnicos y simpatizantes, seguimos la discusión, esta vez para resolver quién había “podido” a quién.

— “¡Pero andááá! ¡Pobre de vooos! Eran los argumentos más usados.
El motivo de la pelea ya nadie lo recordaba. No hacía falta “amigarse” porque la pelea había sido limpia y leal; se descontaba que con eso quedaba todo terminado. No obstante, yo entendía que debía rendir cuentas del episodio al profesional correspondiente. Elegí al padre Masramón porque era un cura piola y suponía que también había sido un chico piola y peleador.

La escuela Número 1 era la mejor. Eso era una cosa evidente para todos nosotros. Como no necesitábamos demostrarlo, podíamos ser tolerantes y comprensivos con los chicos de otras escuelas. Algunos de mis amigos —muy pocos— iban a la 16 o a la 6. No recuerdo ninguno que fuera a escuela privada, de esas de uniforme con escudito en el saco azul. Ninguna otra escuela tenía una directora como la de Dantas, alta, linda y bondadosa, emanando autoridad desde la lejanía de su despacho, ni maestras como Olga o la Traverso, ni porteros como don Pérez. Yo no compraba sandwiches en los recreos. “No hay que comer fuera de hora” era una de las normas de casa. Pero las veces que me convidaron un mordisco de los sandwiches de pebete que vendía don Demetrio en la puerta del patio, no me sorprendí: también los sandwiches de la Número 1 eran los mejores.

(continuará)

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