GORDOS
Las visitas del gordo nos resultaban mucho más entretenidas. Todos disfrutábamos de sus cuentos de estudiante, descripciones coloridas de la vida de la pensión y de las novedades —todos suponíamos que en gran medida inventadas— de los parientes y de la sociedad bahiense. Papá, que habitualmente escapaba de los charlatanes, lo escuchaba divertido y atento, como tomando nota. De su tía Marina contaba grotescas anécdotas que, aunque teñidas de simpatía, invariablemente se relacionaban con su tacañería y sus ínfulas de “gente bien”. Pero el gordo, tal vez por haberse criado huérfano, dominaba los secretos de la seducción y por eso no descuidaba a mamá. Invariablemente traía, vaya a saber de qué relación de La Plata, noticias de comidas exóticas que describía con lujo de detalles (los detalles siempre fueron su fuerte). Después le dictaba pacientemente la receta, los ingredientes con sus cantidades y la forma de preparación. Mamá anotaba todo en una libretita de tapas negras, aunque nunca se arriesgó a preparar uno de esos platos. Probablemente sospechara que habían nacido de la imaginación del Gordo.
Quito era el que más anhelaba la visita de Adolfo. Sensible como era a las personalidades brillantes, admiraba y buscaba emular a su primo. Para ese entonces, cursaba los primeros años de la secundaria y su decisión de estudiar derecho ya era firme, de modo que lo escuchaba con unción religiosa, le planteaba improbables problemas jurídicos y le hacía mil preguntas acerca de la carrera: materias, profesores, etc. Al único que Adolfo no pudo conquistar fue a Alfredo. A él, esta especie de primo lo aburría. Siempre lo consideró un fanfarrón, de modo que lo evitaba con cualquier pretexto.
A los más chicos nos entretenía con malabarismos y juegos desconocidos que a mí me servían para deslumbrar a Martincito. Había uno que nunca pude volver a practicar ya que era bastante complejo, por lo que sus numerosos pasos se me borraron de la memoria. Consistía en construir con las manos y un hilo que daba vueltas entre los dedos complicadas figuras que el otro participante —era un juego para dos— debía reemplazar por una distinta metiendo sus propios dedos entre las vueltas del hilo y liberando las manos del primero. Éste, a su vez, repetía la operación obteniendo una tercera figura, y así hasta el infinito. La principal dificultad de este juego era conseguir un socio que supiera qué hacer con el hilo; como los dedos propios quedaban aprisionados después de construir la primera figura, era imposible explicarle al otro como construir la segunda.
De modo que cada vez que venía el Gordo Adolfo, en casa había clima de fiesta. Aunque nunca lo confesó, esos días mamá preparaba comidas diferentes y se esmeraba para sorprenderlo con su viejo repertorio de cocina española. La empanada gallega, sobre todo, era elogiada con entusiasmo por el Gordo, que no se contentaba con repetir varios platos sino que mientras la comía pausadamente describía con mil adjetivos el sabor, tratando de descubrir los ingredientes usados. En casa siempre nos pareció que la comida sólo servía para comer y que no era un tema de conversación interesante, de modo que los elogios del Gordo eran de mucho valor para mamá, que se sentía especialmente halagada.
Fue para nosotros una pena que el gordo Adolfo finalmente se recibiera de abogado. El hecho de vivir de nuevo en Bahía, de dedicarse a su profesión, noviar, casarse, etc. lo mantuvo alejado de casa durante varios años. Sus noticias y ocasionalmente alguna carta, nos eran traídas por Marina que seguía viajando periódicamente para cumplir con sus famosos trámites porteños. Por ella nos enteramos que ahora el Gordo era su abogado oficial.
(continuará)
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