VILLA MARTHA
El sábado siguiente nos subieron a todos al auto. Íbamos a dar un paseo. Hasta entonces, las pocas veces que habíamos ido a Adrogué el viaje se había hecho en tren, por lo que para papá, éste tenía sabor a aventura. El auto nuevo, el camino nuevo, tal vez una casa nueva... Papá, entonces de 45 años, se sentía un muchacho. Mamá lo miraba con esa sonrisa tan suya, mezcla de sorna y cariño. Nos encontramos con Cifone en el mismo portón de la casa que nos iban a mostrar. El primer sentimiento de papá al ver la casa fue de dolor. (“¡Este Cifone...! Esto es demasiado para nosotros...”) A pesar de que desde hacía un tiempo nadie cuidaba el jardín, la casa era impresionante, majestuosa. Más que eso. No sólo superaba los más ambiciosos sueños de papá sino que parecía esperarnos, ella también simpatizando con esa familia de tantos chicos. Mamá se había puesto seria. Apretó fuerte la mano de papá, también para ella fue amor a primera vista La casa estaba en medio de un parque de grandes canteros ovales, caminos de conchilla, árboles, flores. “Villa Martha” decía la placa en la verja de hierro. Ocupaba la esquina entre dos callecitas tranquilas, aunque su frente más grande era la ochava sobre una pequeña plaza.
El porch de entrada, enmarcado por jazmín celeste, estaba al terminar una escalera de mármol. Comunicaba a derecha e izquierda con dormitorios: hacia el frente con lo que debía ser un salón de recibo o comedor, de elegante penumbra, techo decorado y enorme araña con caireles. En ambos costados, puertas a otras habitaciones; hacia adelante y cruzando una de dos hojas y cristales, un patio con piso de baldosas inmenso y luminoso, techado allá en lo alto con vidrios que dejaban pasar el color celeste del cielo de abril.. Un toldo corredizo con gruesas rayas amarillas y negras podía usarse durante el verano para hacer más fresco el lugar. Desde el primer momento mamá lo llamó “el vestíbulo” y funcionó siempre como el centro de la casa. Al vestíbulo daba otro dormitorio, dos baños y una sala grande con ventanas en la que entraba el sol a toda hora. Desde él se pasaba, después de atravesar una salita con destino incierto, al pasillo que conducía a la cocina, al lavadero y al sótano y también una escalera hacia la terraza y dos habitaciones más. Esta escalera servía de techo a lo que siempre llamamos “el sucucho” donde se guardaban escobillones y esas cosas y donde Lindora armó durante un tiempo un dormitorio para sus muñecas. El vestíbulo estaba limitado hacia el fondo por una pared de vidrios con puerta metálica. A través de ella se llegaba a la parte posterior de la casa, su patio u su aljibe. El costado oscuro de la casa, que miraba al sur protegido por el roble, estaba recorrido por una galería con piso de baldosas y techo de tejas.
Papá y mamá observaban todo en silencio religioso. Ya disfrutaban de nuestros juegos en el vestíbulo y nos veían trepados a los árboles, patinando en la galería o corriendo por los caminos de conchillas, sucios y felices. Mamá ubicaba mentalmente su cuarto de costura, se imaginaba contándonos cuentos y divirtiéndose con nuestros comentarios, también sacando a bailar a papá en alguna fiesta con muchos amigos, parientes, vecinos... Papá encontraba lugar para una huerta, tal vez para un gallinero, se veía regando o curando las plantas, o simplemente sentado en un banco mirando, oliendo sus propios árboles y cantando junto a sus pájaros.
No necesitaron tomar la decisión. Esa casa era para nosotros. Adrogué era para nosotros. De alguna manera, juntando ahorros, pidiendo un préstamo, si hiciera falta vendiendo el auto... Después de Villa Martha no quisieron ver ninguna otra casa. Pocos meses después nos mudamos y comenzó para nosotros el idilio: habíamos encontrado nuestro lugar.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario