lunes, 30 de agosto de 2010

CUATRO

AMIGOS


Me habló por teléfono Rafael. Quería saber si estaba en casa porque me desafiaba a luchar. Habíamos encontrado una materia en la cual podíamos competir: una lucha libre sui generis sin reglas demasiado claras. Salvo la de no meter los dedos en los ojos —era considerado un recurso desleal— pellizcar —era de mujeres— y las que íbamos agregando en el transcurso de cada evento y que quedaban incorporadas a una frondosa jurisprudencia difícil de memorizar. Como no disponíamos de árbitros, las discusiones reglamentarias interrumpían frecuentemente la lucha y de paso nos daba oportunidad de descansar, ya que ésta sólo terminaba cuando uno de nosotros renunciaba al amor propio para rendirse, acogotado o retorcido sin remedio.

Tengo que reconocer que Rafael era diferente a todos. Quizá por eso éramos amigos. Demasiado distintos para ser competidores —salvo en la lucha—. Su familia tenía múltiples relaciones con la nuestra: su mamá era amiga y compañera de la mía en actividades parroquiales, su hermano Eduardo compañero de Quito, Marcelo de Carlos y Alina de Lindora. A mí me tocó Rafael y reconozco que su personalidad siempre me deslumbró. Fuimos compañeros de estudio más de diez años. Durante ese tiempo, cada uno se mostraba y observaba al otro, sólo interactuábamos en la lucha. Rafael era un lector desordenado e infatigable, con una fantasía alimentada por personajes torturados, preferentemente de Dostoievsky o Tolstoi, o por aventuras en lugares extraños, islas de la Micronesia, o la malasia o Ceilán. Sospecho ahora que sus alardes de erudición cartográfica no pretendían ilustrarnos, más bien ponernos en nuestro lugar (y confieso que lo conseguía). Con los años y a medida que sus historias nos iban resultando menos exóticas, debió extremar los recursos para sorprendernos. Terminó recalando en el género apocalíptico, Éste tenía el inconveniente de que, si bien nos era extraño y desconocido, nunca consiguió despertar nuestro interés. Entonces, para no correr el riesgo de quedarse sin auditorio, él lo enriquecía con imágenes monstruosas, laberintos opresivos y horribles fieras de ojos desorbitados y fauces sangrientas.

Cuando ese día llegó Rafael a casa, sin cruzar palabras nos dirigimos al cantero del roble que era nuestro sitio para luchar; allí era difícil que nos viera mamá. Terminada la lucha —no recuerdo si prevaleció mi legendaria tijera de piernas o su descoyuntadora llave Nelson— sudorosos y con algún desgarrón en la ropa, nos tendimos boca arriba en el pasto. Supongo que él soñando con tormentas huracanadas en medio del Pacífico; yo, seguramente, respirando hondo el aire de la tarde, acompañado pero en silencio.

Julio era otra cosa. Tenía algunos años más que yo y sin embargo no formaba parte del grupo de Carlos sino del nuestro. Era el mayor y único hermano de Puchito. Como vivían cerca de casa se nos habían agregado sin demasiado trámite. Era una persona muy cuidadosa de las palabras. O tal vez no les tuviera confianza. Lo cierto es que habitualmente reemplazaba opiniones por visajes que él debía creer expresivos, aunque casi siempre nos dejaban sin tener una idea cierta de lo que quería decir. “Un gesto vale más que mil palabras” pensaba. O, en todo caso, comprometía menos.

En el grupo, Julio desempeñaba un papel que se había inventado para sí. Una especie de supervisor cómplice, un tolerante hermano mayor de semisonrisa enigmática y permanente que participaba con dosificados monosílabos en los debates, que nunca se opuso o apoyó iniciativas ajenas, sino que ocasionalmente editorializaba frunciendo o alzando cejas, encogiendo los hombros o cabeceando aparentemente pensativo.

A Julio le debo mi confusa iniciación en los secretos de la vida sexual. Como sus explicaciones estaban hechas con abundante sobreentendidos y gestos que para mí no tenían sentido, y por otra parte yo no estaba demasiado interesado en que se me explicaran los detalles, su intención didáctica se frustraba en gran medida. Pienso que —con toda razón— yo prefería que la revelación de tamaño misterio, que suponía fuente inagotable de inimaginables maravillas, se fuera dando de a poco, de una manera menos prosaica.

Sin embardo, Julio no carecía de opiniones categóricas. Hubo una vez una discusión memorable en la que todos participamos acaloradamente, si bien ninguno de nosotros, con la única excepción de Julio, estaba convencido de tener la solución. A pesar de los años pasados, confieso que en mí subsiste la duda; peor aún, ya he tenido que renunciar a una respuesta. Discutíamos si Frankenstein tenía más fuerza que la Momia. Todos estábamos de acuerdo en que si uno se ponía a correr ninguno de los dos lo podía alcanzar porque eran más bien lentos y torpes, pero no debía ser tan fácil la cosa ya que en todas las películas la chica tropezaba con algo (“calculá lo que es correr de noche y en medio del bosque”) o bien la paralizaba el terror o se desmayaba del susto. Mientras discutíamos, Julio nos observaba en silencio. Se reservaba para el final. Cuando ya el tema estaba agotado y —como pasa en esos debates— todos esperábamos expectantes la opinión del que se limita a escuchar y tomar nota, Julio dictó su fallo. Después de alzar las cejas y apoyándose en un entorne de ojos y encogimiento de hombros dijo, palabras más, palabras menos:

—“¡Y... El que tiene más fuerza es Frankenstein. Porque Frankenstein, parece que no, pero si mal no viene... Frankenstein te arranca un árbol!”

Después de eso se terminó el debate. Nos había demolido tamaña sabiduría, o tal vez el tema había perdido interés. Lo cierto es que esa tarde, Julio vio aumentado su prestigio como consultor en problemas de solución difícil. De paso, pudimos comprobar también que para vencer en un debate siempre conviene hablar al final. Si mal no viene.

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