El tren de las 7 y 29 venía casi tan repleto como el anterior. No obstante, el hombre consiguió llegar sin inconvenientes hasta el extremo del portaequipaje. Puso sobre él su pesado portafolios lleno de papeles, se afirmó como pudo en el respaldo del último asiento (ése que nunca vio se cediera a algún discapacitado como recomendaba el cartelito) y, resignado, abrió el libro. Este chileno sí que sabía escribir. Sin embargo, algo en él le molestaba. Parecía no querer a sus personajes. Y eso hacía que el relato dejara un sedimento desagradable. En el mejor de los casos, ironía y sarcasmo, ocasionalmente desesperación. Las veces en que mentalmente debatió con el autor, supo de inmediato el argumento de la réplica: “Solo los simples pueden ver a la vida color de rosa. Ésta es la realidad, y si intentás ignorar la crueldad de la vida, no harás otra cosa que imaginar cuentos infantiles”. La voz del talentoso escritor fue subiendo de volumen. Llegó finalmente el temido insulto: “¡Chancho burgués!” Se sintió mal, inseguro y culpable de ser razonablemente feliz. Tal vez lo suyo no fuera otra cosa que una forma de egoísmo, tal vez no tuviera la capacidad de solidarizarse con el sufrimiento de la humanidad. No llegó a considerarse un chancho repugnante, pero debió aceptar que era un burgués.
Bajó en el andén de Constitución, y tratando de acompasar el paso al de la compacta procesión, fue avanzando hacia la salida. Mientras tanto, continuaba la polémica. “Sin embargo, a mí me consta que el dolor sin esperanza, el dolor sin sentido, no me sirve para acercarme al prójimo. Al contrario, ese dolor amargo me aísla, me hace mirar hacia adentro, ignorar a los semejantes. Aunque no sé si estamos hablando de lo mismo...
En esas divagaciones estaba el hombre cuando notó que a su derecha se había formado un claro en la muchedumbre. En el centro de ese claro caminaba la vieja. Pobremente vestida, la mirada y el mentón fijos hacia adelante, las manos ligeramente extendidas y arrastrando los pies a un ritmo algo más lento que el de la compacta multitud ensimismada que se embotellaba progresivamente al acercarse a los bretes para el control de pasajes .
“¿Me sabría decir dónde para el colectivo 12?” La vieja hablaba al vacío, con voz demasiado alta y a nadie en especial. El hombre, como todos los demás, intentó desentenderse; la pregunta no estaba dirigida a él. Por otra parte, una persona que habla con el aire, seguramente está loca o... ¿ciega...? Sí, en ese momento comprendió su actitud al caminar, su mirada perdida en algún punto alto del horizonte. Lo había engañado la falta del bastón blanco. Le costó un esfuerzo... fuera de proporción. Así y todo, consiguió acercarse a la mujer: “¿Necesita ayuda, señora?” Tras un ligero sobresalto, la vieja repitió: “¿Usted sabe dónde para el colectivo 12? Tengo que ir al Hospital Santa Lucía y me dijeron que tome el colectivo 12...” Él la había tomado suavemente del codo y mientras trataba de recordar el lugar de la parada comenzaba a preocuparse por otro asunto. Se acercaban a la salida del andén y sospechaba que esta anciana no tenía boleto. Mientras tanto, feliz de tener con quien hablar, ella le comentaba que vivía sola y sostenida por los vecinos. “Es que hay mucha gente buena, señor...” Llegados al brete, el lazarillo mostró disciplinadamente su boleto al empleado, mientras la anciana continuaba el monólogo y el guarda con toda soltura hacía la vista gorda ante el hecho de que no exhibiera pasaje alguno. En el trayecto hasta la salida de la estación, continuó la conversación. Iba al Santa Lucía para operarse de algo en los ojos. Había estado en él ya varias veces y la única dificultad seria era encontrar la parada del 12. Una vez allí, siempre alguien la había ayudado a subir y los choferes le avisaban cuando debía bajar del colectivo. “¿Sabe que pasa? Es que hay mucha gente buena...” Vivía sola, pero estaban los vecinos para ayudarla cuando lo necesitaba. Se mantenía con algunas limosnas y una pensión de miseria, pero no se quejaba. Las respuestas del hombre solo buscaban dar el pie para que la ciega continuara. Se acercaban a la salida de la estación; habían dejado atrás la entrada al subterráneo (hoy voy a llegar tarde a la oficina, pensaba el hombre). Ya en la vereda, se dirigió a una vendedora de flores. “¿Me indicaría por favor donde es la parada del 12...?” La mujer (acostumbrada sin duda a evaluar situaciones de este tipo) de una ojeada ya había registrado la ceguera de la vieja, que la acompañaba un voluntario desconocido y además, que alguien debía tomar la posta. “Sí; déjeme a la abuela que yo la acompaño. Cacho, mirame el puesto...” le dijo a un diariero canoso y morrudo “Venga conmigo, abuela” Vio el hombre cruzar a la vieja la calle mientras le explicaba la operación a la florista. No necesitó despedirse del hombre invisible que la había acompañado unos minutos; éste se lo agradeció. Volvió sobre sus pasos pensativo. Tenía razón la ciega; había mucha gente buena escondida y esperando. Mientras bajaba las escaleras del subte se imaginó la sonrisa burlona del literato transandino: “Ahora se siente mejor ¿no es así? ¿Esa es su contribución con la humanidad...? o con la tranquilidad de su conciencia burguesa...” Se encogió de hombros. No más que eso merecía el literato mordaz del discurso revolucionario. Parafraseando al abuelo genovés, y tanto como para dejar pensando al chileno, le contestó: “Vos cuidá de tu próximo, que la “Humanidad” se cuida sola.
sábado, 24 de julio de 2010
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