Mañana es el último día. Usted puede pensar si quiere que soy un exagerado, pero se lo tengo que decir: casi, casi terminé encariñándome con esta oficina. Usted me dirá: lo que pasa es que se le pegó la idea de que va a extrañar el trabajo. Puede ser. O: a usted le atormenta el vacío. También puede ser. Pero permítame que le diga algunas cosas y que le cuente otras. Fíjese que curioso. Los compañeros —con el correr de los años aprendí a detestarlos a todos por igual, pero de alguna forma debo llamarlos— en sus sucias molleras se regodean imaginando que mi vida chata y rutinaria de solterón insignificante va a ser a partir de ahora más lamentable de lo que fue siempre. Los bien intencionados (aunque si lo pienso mejor, esos son los más hipócritas) me recomiendan buscar un motivo, una meta que me obligue a tener ocupada la cabeza. Como si yo —me costó veinte años aprenderlo— pudiera creer que lo importante es saber "Que Hacer". Tener ocupada la cabeza. Claro que todavía no consigo descubrir qué es lo importante, suponiendo que lo haya. En parte es por eso que escribo esto. Y además porque me sobra el tiempo. Hace veinte años yo me dije lo mismo. "Tengo que encontrar algo en que tener ocupada la cabeza" Para ese entonces ya sabía que me repugnaba el trabajo y que me hastiaban los compañeros, los jefes, los horarios. Supongo que a Ud. le pasa lo mismo. También sabía que no tenía opciones y que debía esperar todavía veinte años para jubilarme. Claro, cuando uno es pichón en una oficina como ésta tiene derecho a pensar que la jubilación es una meta, es llegar a algún lado. En aquel entonces creí encontrar la solución, después comprobé que estaba equivocado y aquí estoy, de nuevo ante el mismo problema. Tenía entonces 45 años y ya era calvo, miope, agobiado y con una permanente expresión de estupor en mis ojitos grises (de ese tipo de gris que solo se ve en el agua de un resumidero, si me perdona la grosería). Aunque siempre lo había sospechado, descubrir con esa claridad que yo era un ente absolutamente prescindible y que con mi esmirriado cuerpo osteoporótico iban a enterrar hasta el más liviano y trivial recuerdo de mi vida, me causó cierta emoción. Si debo ser sincero con usted y con los amables lectores (justamente para eso me puse a escribir) debo decir que es la única emoción que recuerdo haber tenido. Nunca simpaticé con nadie en especial y cuando quise odiar, y motivos siempre me sobraron, sólo conseguí experimentar hacia el odioso un distraído desinterés que se agregaba sin dejar huellas al mar de aburrimiento en que estaba sumergido. Y así fue que tuve la revelación. La futilidad patética de mi vida me hizo valorar la trascendencia. Quería influir —en lo que fuera— dejar mi impronta, comprometerme con alguna empresa estimulante y fundamental. No voy a decir que me resultara fácil encontrar algo que cumpliera con esas especificaciones y que además estuviera a mi alcance. Usted de un vistazo ya habrá advertido que no tengo capacidad física ni medios económicos como para intentar alguna hazaña deportiva (subir a un pico imposible del Himalaya, cruzar el Cabo de Hornos en kayak, grandes titulares con mi foto, mi tersa carita redonda cambiada en curtida y varonil, surcada por las huellas de sufrimientos indecibles, mujeres...) En fin, que debí descartar ese tipo de heroicos y románticos proyectos. No eran para mí. Tampoco pude aficionarme a ningún hobby. Encontraba estúpido matar el tiempo acomodando estampillas en un álbum, llenarme de chucherías en cerámica o cosas de ese tipo. Cuando era pibe se me había dado durante un tiempo por leer novelas policiales. Lo había hecho hasta que me harté. Los crímenes en las novelas, aunque mejor planeados que los que se leen en los diarios, son de todas maneras invariablemente previsibles. Habría que dejar de lado por artificiosos los elaboradísimos enigmas ingleses del tipo de los de Sherlock Holmes. Estos son juegos intelectuales que alegremente renuncian a semejarse a la realidad. Por otra parte la acción siempre transcurre en otra época, gente culta pero más bien simplota, caballerescos coroneles retirados que hablan de la guerra de Crimea, una Scotland Yard que cree en los códigos de procedimientos y jueces que miran para el lado correcto. Todo tan ingenioso, adecuado y elegante que termina siendo empalagoso. En ese sentido, los yanquis prefirieron siempre fabricar sus novelitas con materiales más reales. Hasta sus héroes son corruptos, sucios y tramposos. Fuman como murciélagos y guardan petacas de wisky barato en todos los bolsillos. Digamos que son personajes como la gente. Pero tanto en unos como en otros, los buenos (digamos, los que hacen de buenos) ganan siempre, los malos van a la cárcel y hay que digerir la moralina de rigor: el crimen no paga. Como para ese entonces yo ya sabía que las cosas suceden exactamente al revés, abandoné el género y me dediqué a consumir historietas. Mientras tanto, seguía agregando resignación, años y aportes para un lejano retiro. Mi único e indeseable horizonte. Pero mi época de lector de policiales me había dejado una convicción. El crimen perfecto no sólo existe, sino que está al alcance de cualquiera. Pero entonces usted me dirá: ¿Por qué (por lo menos en las novelas) los malos siempre terminan presos? Y aquí viene un punto interesante: sucede que los asesinos son simples aficionados y sea como sea, los policías son profesionales. No hablemos del único heredero de un millonario difunto y atiborrado de veneno. Ese pobre desdichado terminará en prisión aunque el viejo se haya suicidado con carta al juez incluida. O sea: tiene El Motivo. Digamos: tiene el "Para Qué" Va preso porque le convenía que el viejo se convierta en occiso. Y ése será su destino así pueda probar que en el momento del asesinato él estaba de gira por Costa de Marfil. Dos o tres sesiones de interrogatorio por profesionales de las fuerzas del orden mientras el juez se hace el distraído bastarán para que el infeliz confiese que mató a Trotski, a Luther King o al que haga falta. En otras palabras: el "Para Qué" tiene más importancia que el "Cómo" y aún que el "Quién". Distinto es el caso de los locos de la guerra que se suben a un edificio con ametralladoras, bazookas y granadas y hacen un estropicio descomunal hasta que los bajan a cañonazos. Ud. habrá visto seguramente algunas películas con un argumento de ese tipo. Esas aventuras duran muy poco (a lo sumo hasta que se le acaban los sandwiches al loco) los porteros suelen desconfiar de los que quieren subir a la azotea cargados de fierros y además se tiene que conseguir material bélico que mate correctamente como el de los yanquis, y eso no lo tiene ni el Ejército Argentino. Tenemos también a los criminales seriales que tanto tema dieron para hermosas y brutales películas de suspenso. Esos nunca tienen un motivo, una finalidad, un "Para Qué". Por lo menos un motivo lógico (aunque los guionistas siempre inventan motivos ilógicos, psicoanalíticos o de alguna especie retorcida para que al terminar la película uno diga claro, ahora entiendo). Pero los criminales en serie (no sé bien por qué causa) parecería que buscan que los metan adentro. Y entonces se dedican a dejar pistas: con sangre de la víctima escriben mensajes enigmáticos en las paredes, o insultan por teléfono al héroe, (ponen la voz en falsete, como de mascarita, o muy ronca y susurrada) decoran su departamento con fotos de los cadáveres o recortes de diario con la descripción de las muertes, etc. Todo mal. Y están siempre alardeando de sus crímenes, dejando su firma por todos lados como si pretendieran hacer valer la propiedad intelectual. Usted se dará cuenta de que con ese jueguito tarde o temprano pierden. Después del asesinato número cuatro o del número cuarenta cualquiera los descubre, sea Harrison Ford o el Super Agente 86. Y esto es así porque si bien ellos no tienen un "Para Qué" tienen un "Como" (el famoso Modus Operandi). Los guionistas, como dije antes, le agregan al final de la película un "Por Qué" (que es impotente y una prostituta semidesnuda se le rió en la cara, o que cuando era un bebé la madre le quemaba las plantas de los pies con el cigarrillo, o que el padre lo violaba disfrazado de Papá Noel, etc. Siempre algo picante, más bien tirando a tenebroso) Pero si terminan en galera es por el maldito "Como". Entonces —me decía— si eliminamos el "Para Qué" y el "Cómo", no queda nada. Solo queda el reguero de cadáveres. Pero además esto no es Yanquilandia, aquí estamos en un país bendito en el que no existe el riesgo de que un crimen agregado a la interminable lista de los "De autor o autores desconocidos" inquiete a alguien. No va a aparecer diez años después un investigador implacable revolviendo archivos para perseguir a algún sospechoso que safó. En parte porque con toda seguridad los archivos se perdieron y porque además aquí se acabaron los implacables.
Cuando hace veinte años completé sin proponérmelo este brillante razonamiento (me refiero al asunto que le dije del "Para Qué" y del "Cómo") simple y evidente como todas las ideas geniales, supe de inmediato en qué iba a ocupar mi cabeza. Ya tenía mi hobby y mi secreto. Iba a ser un asesino serial. Debo decir que el nacimiento de esta flamante vocación me mantuvo con un ánimo inmejorable durante bastante tiempo. Ya antes de empezar a ejercer noté que en la oficina pisaba más fuerte y que hasta miraba a mis compañeros y sus pedestres inquietudes con alguna simpatía, no exenta de cierto tolerante desprecio y conmiseración. Una semana después de mi elección vocacional, comencé. Siempre fui una persona metódica, por lo que, como aconseja el sentido común, inicié la práctica por lo más fácil. A la hora pico me instalé en el andén del subterráneo, línea D, estación 9 de julio, y al llegar el tren, con un leve empellón mandé a un individuo bajo las vías. Creo que era un joven ejecutivo con su correspondiente corbata amarilla, ataché de cuero y mirada triunfadora, pero no descarto que se haya tratado de un obrero de la construcción paraguayo, entrado en años, de alpargatas y mameluco descolorido. En realidad, no recuerdo bien, y de todas maneras, la parca nos iguala a todos. Usted vio: una muerte por accidente de tren es un plato fuerte. Los cientos de pasajeros excitados que gritaban, lloraban, ordenaban y preguntaban constituyeron una magma caótica e informe que subía, bajaba, se comprimía y se estiraba. Se apagaron y se prendieron las luces varias veces, unos cuantos se cayeron a las vías, otros gritaban: ¡"Cuidado! ¡Cuidado...!" Tamaño desbarajuste me dio oportunidad de ponerme filosófico. Era una perfecta imagen de nuestra sociedad. Cuando media hora después ya estaba harto del espectáculo, todavía no había llegado la policía ni la ambulancia. Como los trenes no corrían con motivo del accidente, el público se fue yendo de la estación a tomar un colectivo y a contarle a la patrona. Yo fui uno de los últimos; me daba pena dejar abandonado entre los rieles a mi primer cadáver. A partir de entonces me apliqué a desarrollar nuevos "Cómo". No cometí el difundido error de guardar un listado de mis víctimas ni de sacarles fotos puercas ni nada de eso. Ni de matar sólo a viejos o linyeras o mujeres de la calle como mis trastornados colegas. Las dos o tres veces en que usé la terraza, llevé mi adoquín en un bolso junto con la ropa que tenía que tender, y no me quedé mirando por el borde como un imbécil para ver a quien le acertaba. Maté al boleo, como quien dice. Otras veces me di el gusto de ir a la cancha con unos cuantos bulones disimulados entre los genitales y practiqué puntería con los arqueros y jueces de línea. Debo decir que aquí me escapé un poco del libreto porque la mayoría se lo tenía merecido. Aprendí bastante de explosivos. Los periodistas, tal vez por una deformación profesional, siempre encontraban a quien atribuir el atentado. Que Al-Fatah, o Al-Qaeda, que el Mossad. Así fue que una vez en que dejé un kilo de gelamón bajo la mesa de una cantina en la Boca, pude enterarme que existía un "Ejército Secreto de Liberación Siciliano". En mis ratos libres, me daba una vuelta por las plazas para dar de comer a las palomas y dejar hojitas de afeitar entre las tablas del tobogán. Otra vez me gasté unos cuantos pesos en varios tubos de esas papas fritas de plástico que enloquecen a los adolescentes y convenientemente condimentadas con cianuro de potasio (se pone con una jeringuita, aguja fina) las abandoné en las cercanías de la cola para entrar a un recital de los Redonditos.
Eso duró casi veinte años. No me pregunte a cuantos victimé, ya que al consistir mi modus operandi en no tener modus operandi, ni llevar la cuenta, ni guardar registros, ni siquiera investigar la efectividad de algunas de las medidas adoptadas, no puedo saberlo. Lo que si puedo afirmar es que jamás se llegó ni siquiera a sospechar que había un asesino serial operando a gran escala y mucho menos que era yo. Es más: yo creo que la mayoría de las veces mis asesinatos se interpretaron como accidentes, fatalidades o imprudencias. En uno de los pocos casos en que se sospechó un hecho criminal, la primera autopsia dijo que era por veneno, la segunda por tres impactos de bala 9 milímetros en el cráneo y la tercera opinó que en realidad el criminal había usado un puñal de acero toledano. Al final, el crimen se lo endilgaron al de siempre: "Autor o autores desconocidos". Y a otra cosa. Y aquí viene una inesperada y desoladora conclusión. Al confirmar que el crimen perfecto no sólo es perfectamente factible, como yo teorizaba, sino que además es demasiado fácil, advertí que no cumplía para nada con su función de ocupar mi tiempo en planificaciones complicadas. Salía de mi casa, mataba a alguno y volvía a mi aburrimiento. Así fue que hace unos meses abandoné esa profesión de veinte años y volví a mis historietas. Pero hay aún algo más. Algo tan frustrante que me cuesta contárselo a usted que es tan amable, y con más razón a los desconocidos lectores. Resulta que allí me encontraba, leyendo historietas de Batman y sin poder contar a nadie mis crímenes de todo tipo, asesinatos espantosos, atentados terroristas, etc. aventuras mil veces más apasionantes e increíbles que las de Bruno Diaz y su entenado Ricardo Tapia. Entonces hice lo que cualquiera en mi lugar: fui a entregarme. Dije ¡Basta! Y ensayé mi discurso: constricciones, llanto convulso, la conciencia que me atormentaba, etc. Por supuesto que fui al Departamento Central de Policía, no iba a caer en una comisaría cualquiera. Me resultó imposible entrar. El agente de guardia me echó de malos modos cuando hice mi confesión mientras le ofrecía discretamente las muñecas para que me esposara. Entonces, decidí ponerme en la fila para sacar el pasaporte. En la cola, tanto como para matar el tiempo, le conté todo al que estaba delante de mí. No sólo no me creyó sino que a partir de ese momento se dedicó a hablar con otro ignorándome totalmente. Después de varias horas de peregrinar por diversos escritorios siempre atendido por empleadas en minifalda y de haberme pintado los dedos y sacado una linda foto en colores, llegué hasta el último, una severa mesa color caoba detrás de la cual había un inconfundible oficial de policía, morocho, pelito corto, bigote, anteojos negros, con uniforme y todo. Como el hombre estaba cómodamente sentado supuse que tendría un poco más de paciencia que el otro, pero me equivoqué. Este se fastidió más todavía ante mi confesión y sin mirarme le ordenó a un agente que me escolte hasta la vereda. Sus textuales palabras fueron: "Lleve este loco a la vereda y que no me joda más!". Entonces (ya había perdido el día de trabajo y con ello el premio por asistencia) me fui a la mejor del mundo: a una comisaría de la Provincia. Me trataron divinamente y me hicieron tres veces la venia. Pero eso sí: cuando confesé todo y no les supe decir exactamente cuáles y cuántas habían sido mis víctimas, me tomaron para el churrete. Se reían y se codeaban entre ellos: "¡Venga, sargento Funes, escuche esto! ¡A ver, flaco, repetí tu confesión...!" Abandonaban el cubilete, dejaban de escribir a máquina con ambos índices y venían a mirarme muy divertidos. Me tuvieron cebándoles mate toda la tarde hasta que me reemplazó un preso de buena conducta. Al final, me dejaron salir con el cambio de guardia. Ésta fue la segunda triste conclusión. Si eliminamos el "Para qué" y el "Cómo" no sólo el crimen perfecto es demasiado fácil sino que además no luce. Y ésa es la razón de ser de este texto. Hay veces en que para aclarar las ideas no hay como exponérselas a otros. Por eso es que me decidí a contar mi experiencia, y ya que nadie me cree, lo hago como si se tratara de una ficción literaria. Es muy probable que esto llegue a las manos de algún crítico con dotes de psicólogo o de algún psicólogo aficionado a la literatura y consiga darme aunque más no sea unos cuantos "Porque" convincentes respecto de todos mis "Por qué". Ahora me encuentro conque mañana es mi último día de trabajo y debo enfrentar nuevamente al maldito "Para qué". Porque si el "Por qué" es indemostrable y se presta a fabulaciones y el "Cómo" no es demasiado importante, el "Para qué" necesita precisarse con claridad. A
propósito, éste es justamente el “Para qué” de esta historia.
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