martes, 3 de noviembre de 2009

SÁBADO DE GLORIA

El primer día de la semana, muy de mañana, fueron al sepulcro llevando los aromas que habían preparado. Pero encontraron que la piedra había sido retirada del sepulcro, y entraron, pero no hallaron el cuerpo del Señor Jesús.


Lucas 24, 1-3


Un cielo muy alto, negro y frío, en paz con sus estrellas. Así lo vio el hombre solitario en el silencio de aquella noche. Había regresado una vez pasado todo, para sentarse en el suelo y pensar. Apoyaba su espalda en el arbusto que en las horas oscuras de la tarde lo protegió de las miradas y las burlas de los chiquillos y del espanto de los mayores. Desde allí había podido ver de cerca la crueldad. Soberbia en los soldados vestidos de hierro, risas obscenas de borrachos, curiosidad morbosa y frívola de la mayoría. Solo algunas mujeres llorando por el profeta. Cuando tembló la tierra y el día se hizo noche, todos habían huido. Él no. Hubiera sido un buen final morir con Él. Cosam ya no recordaba cuánto hacía que Yahvéh lo había marcado con la lepra. Siempre les creyó a los sacerdotes que lo instaban a arrepentirse de los pecados que merecieron tamaño castigo. Nunca había dudado (por lo menos hasta que conoció al Rabí de Nazareth) que faltas ignoradas a prescripciones de la Ley debieron provocar la ira del Creador. Él como sus padres eran gente ignorante, por lo que siempre temieron olvidar alguno de sus complicados mandatos. De los que Yahvéh había dictado a Moisés, y de los otros que los sacerdotes de Yahvéh fueron agregando con el tiempo. Pero ahora llevaba consigo algo más. No solo las llagas y la podredumbre de su cuerpo mutilado, su hambre perpetua; no. Desde aquella lejana tarde en que mezclado a la muchedumbre lo escuchó por primera vez, desde entonces, llevaba su mirada. Porque (estaba seguro) el Maestro lo había visto. Miraba hacia él cuando dijo: “Bienaventurados los que lloran, los pobres, los mansos... ellos poseerán en herencia la tierra... de ellos es el Reino de los Cielos... ellos verán a Dios...” Disimulando con su túnica el rostro deforme, el leproso lloró aquella tarde de una manera distinta. Muchos de sus compañeros curados por Él se fueron lejos a disfrutar de su cuerpo limpio y Cosam no los volvió a ver. Él, en cambio prefirió quedarse, seguir al Maestro aunque fuera de lejos. Esperaba más allá de las puertas cuando entraba en alguna ciudad, para seguirlo a la distancia en los caminos, atisbar sus oraciones solitarias, beber sus gestos y sus palabras. Sabía que el Maestro lo reconocía, sabía que era a él a quien miraba cuando dijo : “El que quiera ser mi discípulo que tome su cruz y me siga...” y Cosam entendió. Desde entonces supo cuál era su cruz y no le pidió nunca el milagro tantas veces soñado. Porque ya vivía un milagro mayor. Cosam era feliz. Era feliz amando al Maestro, al prójimo, a los enemigos... Ahora sabía que aún con esas llagas Yahvéh lo quería, que era su amigo y que lo aceptaba. Que su lepra no era un castigo como lo fue para Miryam, hermana de Aarón o para el Rey Ozías, sino que estaba destinada a mostrar el poder de Dios como la que envió al patriarca Job y hasta al mismo profeta Moisés.

Ya no hacía frío sobre el monte Calvario. Una brisa suave, tibia y perfumada recibía al Sabbat. El cielo y la luna aún alta parecían traer la música de las estrellas. Y fue entonces que sintió trinar de pájaros. Sorprendido, ya que no era estación de pájaros, tampoco a mitad de la noche es hora de pájaros, Cosam interrumpió su silenciosa oración. Así pudo verlos. Revoloteaban excitados y felices. Levantaban vuelo y volvían a posarse. Cientos, miles de ellos sobre la cruz del medio. Y brotadas del duro madero aún con manchas de sangre coagulada, acompañaban la alegría de la creación un sin fin de flores milagrosas, rojas y blancas.

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