ABBÁ – LA NOVELA
ELLA
Aprovechando su lunes en blanco, había ido al centro. Por fin, después de muchas idas y venidas, conversaciones, reuniones y solicitudes, podría finalmente funcionar un comedor en la villa. No le importaba demasiado a Juan que fuera Ojeda, el jefe político, el que cargara con el crédito de la obra. En definitiva, lo importante era que la gente y sobre todo esos chicos tuvieran todos los días algo para comer y en segundo término, que supieran que no estaban solos en su pobreza. Si al amor de Dios lo veían en la figura del político o del cura, tanto daba. Además, sin el decidido apoyo de Ojeda y sus múltiples relaciones y “contactos”, no se hubiera podido hacer nada. En cuanto a la bolsa de trabajo que se había abierto en la parroquia, eran pocas las esperanzas que tenía al respecto. El trabajo faltaba, y contra eso se podía hacer muy poco. Lo que había llevado a Juan a recorrer bazares era comparar precios de vajilla y para hacerlo le convenía usar su día libre.
La vio estando aún lejos. En el otro extremo de la góndola del supermercado y concentrada examinando algo. El encuentro fue imprevisto y Juan estaba aún a tiempo de evitarlo. Sin embargo supo enseguida qué debía hacer. Como si hubiera estado preparado desde hacía tiempo para enfrentar esa situación —y tal vez fuera exactamente eso lo que sucedió—. Se acercó temiendo perderla de vista, esquivando gente.
—Hola, Magdalena... Estaba distinta, más madura y serena. No tuvo tiempo Juan de analizar el significado del vuelco que dio su corazón cuando ella alzó los ojos sorprendidos. Eran los mismos que recordaba, y en su mirada profunda la pregunta de siempre, esa que nunca había formulado. Después de un titubeo:
—Hola Juan.
Él agradeció que evitara el tratamiento de “padre”. Hubiera sonado falso en su boca. Juan le contó el motivo de su búsqueda de vajilla, y aprovechó para que ella lo asesorara de precios y calidades. Mientras seguían juntos el recorrido, Juan le preguntó por su vida y le contó la suya. De la muerte de su madre, de la separación de Isabel y de que ahora vivía con él en la parroquia, de la salud de fierro de Marta, de sus proyectos para la villa, del nuevo comedor, de su gente, del jefe político... Ella no se había casado, vivía en pleno centro, trabajaba en un estudio jurídico y estaba aprendiendo cerámica. Lo previsible en una mujer madura. Sola y solitaria, como siempre había sido. Cuando terminaron la mutua revisión de vidas, Juan supo que había llegado el momento. El de la verdad, el que le exigía la honestidad de su sentimiento hacia ella, hacia él mismo. Y hacia Dios (¿siempre estarás conmigo... con nosotros?) Ya sentados a la mesa de un bar, Juan habló y habló. Mientras se enfriaba el café que había pedido, con la misma sinceridad de confesionario que era el único modo que conocía para hablarle, le contó de su gente, de su vocación. De su amor, que era el mismo, el único amor de Dios que en un momento se manifestó como fervor religioso, en otro como amistad, como enamoramiento adolescente y platónico. El mismo, distintos tonos de una gama inagotable. El mismo Amor que lo había elegido a él para irradiarse a todos. Temblaba Juan, porque al querer tocar fondo encontraba que éste no existía sino que se abría a un universo infinito, a un espacio insondable, de vértigo. Y que sin embargo, calmo, diáfano, intenso y sólido cabía en ese momento dentro de su pecho, de nuevo joven. Mientras hacía —se hacía— esta confesión, supo Juan que no albergaba sentimientos ambivalentes. En el recuerdo de su padre, en su madre y hermanos, en sus amigos y también en su única ilusión de amor humano, estaba el mismo Dios, misterioso e incomprensible.
Mientras Juan hablaba, la mirada triste de Magdalena cambiaba. Una sonrisa se insinuaba tierna, solo en sus ojos. Ella parecía comprender y se lo decía. Con la mirada, que era su mejor forma, la más elocuente de abrir su propia alma.
Cuando estuvo de regreso, Juan no entró a la casa parroquial sino a la capilla, a esa hora siempre solitaria. Sólo estaba, hincada en el mismo lugar en que la había visto por primera vez hacía muchos años, una anciana vestida de negro de la cual Juan no recordaba el nombre. Tomó Juan un libro grueso de tapas verdes que guardaba escondido detrás del altar y después de hojearlo buscando la cita, leyó:
“Mi corazón no se ha ensoberbecido, Señor, ni mis ojos se han vuelto altaneros. No he pretendido grandes cosas ni he tenido aspiraciones desmedidas. Señor, guarda mi alma en la paz, junto a ti”
lunes, 12 de enero de 2009
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