viernes, 4 de abril de 2008

LA PIEDRA

El muchacho se veía como una mancha solitaria en la piedra, alto sobre el abismo. La montaña comenzaba a ocultarse en la oscuridad, silenciosa, pacífica, monstruosa. “...Esta vez el cóndor pasó más cerca... Se oyó silbar el aire entre las plumas, pude ver sus ojitos de hijo de puta... malignos, estudiándome, esperando. No tiene apuro. Él debe haber estado también en el festín... ya tiene la panza llena... ¡Hijo de puta...!!! Si pudiera alcanzar con la mano izquierda aquella grieta...” Trató de dominar el escalofrío y se secó la frente en el hombro; el sudor y las lágrimas lo enceguecían. “Tengo que probar otra vez... pobrecito el Negro... esos ojos de asombro... pobrecito... A la mano derecha la siento bien firme y todavía no se enfrió como la otra. No debo dejar que se me duerma ni que me domine el pánico. Pensar cada movimiento, pero no pensar en el Negro... El cóndor no se va a acercar mientras me vea vivo. Si por lo menos pudiera apoyar el pie izquierdo... Diosito ayudame, virgencita de Luján...” Habían comenzado aquella ascensión casi como una travesura, después de pasar la noche en el refugio solitario, junto a la laguna de orillas rocosas, encajonada entre crestas agudas y nevadas. La mano izquierda busca más arriba, ansiosa y fría, tantea la piedra. “..tal vez bajar, con el pie izquierdo encontrar el apoyo anterior... era como una hendidura inclinada... creo... pero para eso necesitaría ver... y no puedo separar la cara de la pared... todo fue culpa mía, y no sé cuánto podré aguantar, tengo la espalda agarrotada, pero no pensar en eso... si la mano izquierda encontrara algo de donde agarrarse más abajo, tal vez pueda soltar la derecha,,, bajando el cuerpo tantear con el pie izquierdo... aquella hendidura inclinada... el Negro no quería, me dijo estás loco, subir ese pico nosotros dos solos, sin sogas ni nada... y yo que le dije no seas cagón, pobrecito...” Dos amigos de la infancia, compañeros de escuela, de aventuras y de trabajo. Inseparables. “...cómo le voy a decir a la madre, pobre señora, sería preferible... no, no pensar en eso. La mano izquierda un poco más allá... no... algo más abajo...” La hormiga camina titubeando. Parece querer esquivar la mancha de musgo. Vaya a saber donde va. Pasa sobre los dedos del muchacho, con las antenas ella también explora, elige el camino. “Aquí parece haber una saliente... limpiarla bien... si por lo menos tuviera algo de tacto, pero los dedos están helados... Dios mío está demasiado baja... si me afirmo con la izquierda para bajar unos centímetros... no sé si me aguantará esa mano cuando suelte la derecha... despacito... vos sí que caminás segura en tus seis patas, como por una avenida vas, y si te caés no te hacés nada... o sí, capaz que te matás y nadie se entera, a quién la importa una hormiga, o te lleva el viento y llegás al fondo como volando... Siempre soñé que volaba con los brazos abiertos, suave, sin hacer fuerza... respiraba hondo... y subía... un poco más hondo y subía más... bajaba cuando quería antes de que la gente me viera...” Un ramalazo de pánico lo hizo reaccionar. Volvió a verse colgado de una piedra siniestra y vertical, en medio de una montaña sin gente y a punto de dormirse, las manos y la espalda heladas. Luchó contra el violento temblor y gritó su desesperación ahogada en llanto contra la pared gris y la mata de musgo. Una falla en la roca agrietada se había llevado al Negro al fondo del abismo oscuro. Cayó en silencio, su última mirada de asombro para el amigo. Su despedida. No gritó el Negro. Lejos, muy abajo, se había oído un leve derrumbe. Y después aquellos cóndores. Hacía ya... cuántas horas... minutos...? “No tengo que pensar en eso. Quizá encuentre... el pie izquierdo... algo más abajo... si los últimos cinco metros habían sido los difíciles, apenas cinco metros, antes había sido solo trepar... no puede estar muy lejos...” El cóndor completaba un nuevo giro, muy alto sobre el valle. Cada tanto vigilaba de soslayo a la silueta inmóvil, prisionera de la piedra. “Ya casi no se ve nada, la mano derecha está insensible, fría, rígida, metida en la grieta. Ya no siento la espalda... Vieja perdoname...” Su pensamiento se sumergió en el recuerdo consolador de la madre. Y del regazo bienhechor que tantas veces había curado sus pequeñas tristezas. Un sentimiento tibio, un dolor bueno fue inundando al muchacho como una tenue y calma marea de sosiego. Nació en su pecho y mansamente fue llegando a sus párpados, a su espalda, a sus brazos...

La montaña está ahora en silencio. La luz fría de la luna alcanza a dibujar el erguido perfil de la piedra. Algo después deja ver también su pared desnuda y la caricia del viento helado de la cumbre. Los cóndores se han dejado caer al despeñadero, ya no se ven. Sólo alguna que otra vez se alcanza a oír un aleteo, un rumor satisfecho subiendo desde algún lugar del valle.

(De "En carpa")

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