viernes, 11 de abril de 2008

EL SEÑOR TIGRE Y LA SEÑORA LOMBRIZ

Era un Tigre enorme. Tenía una oreja amarilla y la otra casi negra. Cuando los chicos lo veían, se tomaban de la mano de la mamá y daban un paso atrás. Había unos barrotes gruesos que el Tigre no podía morder, pero además los señores que cuidaban el zoológico no dejaban que nadie se acerque a la jaula. Era grande la jaula. Tenía mucho terreno, una cueva de cemento para que el Tigre duerma sus largas siestas, un árbol de tronco grueso que daba sombra y nada más. El Tigre vivía solo en su jaula. Una vez por día, pasaba un señor y le tiraba pedazos muy grandes de carne que él mordía con sus dientes afilados, grandes y blancos y arrastraba dentro de la cueva. Después no se veía nada, pero si se prestaba atención, se oían gruñidos sordos y ruidos como de huesos que se quebraban. Algunas veces, el Tigre parecía nervioso. Entonces caminaba a lo largo de la jaula y miraba hacia fuera. De tanto caminar de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, había dejado un sendero marcado en el que no crecía el pasto. Casi siempre estaba silencioso, pero cuando rugía daba miedo a todos los chicos. Los grandes, para que no se les note el miedo, hacían chistes entre ellos con risitas inquietas.
En esa jaula, el Tigre se aburría. A veces creía recordar que tiempo atrás había vivido en otro lado. Sí, estaba casi seguro. Era un lugar muy grande, que no terminaba nunca, aunque en una parte había un río ancho que él no cruzaba porque no le gustaba el agua. Antes de llegar al río había un bosque, un pantano, muchas plantas... Pero a veces el Tigre pensaba que eso había sido solo un sueño. En ese sueño él tenía hambre y libertad; y todos le tenían miedo. De noche salía a cazar. Caminaba y caminaba y cuando encontraba una presa (a él, más que nada le gustaban los bueyes) aprovechaba que sus rayas lo hacían casi invisible en el bosque, y se arrastraba muy despacito para después saltar. Con las garras lo sujetaba de los hombros y con su gran boca roja y blanca le mordía el cogote hasta que el buey no se movía más. Por eso todos los animales le tenían mucho, pero mucho miedo. Aquí en esta jaula también podía ver a los chicos que le tenían miedo, pero que cuando la mamá los tomaba de la mano se les pasaba. Para peor, cuando rugía para que tiemblen de terror como los bueyes de su sueño, los hombres se reían y hablaban entre ellos. Al Tigre le hubiera gustado verlos con los ojos muy abiertos y paralizados y asustados, pero se reían y eso lo ponía de mal humor.
Algunas veces, el Tigre se paraba en las patas de atrás, se apoyaba en el tronco del árbol y lo rasguñaba muy fuerte para afilarse las uñas. Le gustaba tenerlas muy blancas y muy filosas porque así daban más miedo; entonces miraba la cara de los hombres. Cuando se afilaba las uñas los hombres se intranquilizaban, y les transpiraba la frente. El Tigre reía con un rugido de risa y les mostraba sus largos colmillos. Mientras, con sus uñas afiladas arrancaba al árbol pedazos de corteza. También le gustaba estar tirado a su sombra. Allí se quedaba las horas, solo y temible. Era fresca la sombra, y aún en las tardes de mucho calor, cuando corría un poco de aire, allí se estaba bien. Era un árbol muy alto y frondoso. De su tronco grueso salían ramas también gruesas que llegaban muy arriba y cubrían casi todo el terreno de la jaula. Los desgarros que el Tigre le hacía en la corteza lo desfiguraban un poco. Tenía muchas cicatrices y heridas y de algunas de ellas salía lentamente para endurecerse después, un jugo marrón que era su sangre y eran sus lágrimas espesas y cristalinas.
Una tarde de verano, después de una lluvia muy fuerte, el Tigre salió de su cueva. Seguramente la tormenta habría conseguido refrescar algo el aire. A él le gustaba el calor, pero el cemento de su cueva de mentira estaba demasiado caliente porque la sombra del árbol no llegaba hasta allí. Caminando lentamente se fue a echar contra el tronco húmedo, cuando un ruido muy chiquito, como el de los pasos de una abeja, lo hizo mirar al suelo. Entonces vio algo que nunca había visto. Retorciéndose en un charquito de agua, un gusanito casi sin color, sin patitas, sin ojos, sin nariz, sin orejas. Con la punta de una uña lo levantó y con mucho cuidado para no lastimarlo le preguntó en la lengua de los animales:

¿Cómo te llamás? ¿Cuál es tu parte de adelante y tu parte de atrás? ¿Y la de arriba y la de abajo? ¿Qué hacés en mi jaula? ¿No me tenés miedo?
El gusanito se había quedado quieto prestando atención. No quería olvidarse de ninguna de las preguntas que le hacía el tigre y las anotaba en la memoria.
- Buenas tardes, señor Tigre. Yo a usted lo conozco muy bien de verlo pasear todos los días por su senderito de izquierda a derecha, de derecha a izquierda (el gusanito colgaba de una de las uñas del Tigre que lo había acercado a su oreja amarilla para poder escuchar su voz chiquita). Yo me llamo Lombriz. Mi familia es muy, pero muy grande. Con decirle que soy de la clase de las Oligochaeta, del filo Annelida y de la familia Megascolecidae (dijo inflando su pechito) Mi parte de adelante es la que tiene la boca (la abrió todo lo que pudo para que el tigre pudiera ver sus dientecitos) Toda mi circunferencia es la parte de arriba. Aquí, en su jaula vivo desde que nací, hace como cinco años, junto con mis hermanas y primas que son como doscientos cincuenta, mis amigos los Bichos Bolita que con todos sus parientes se esconde debajo de un ladrillo, los moluscos gasterópodos que se llaman doña Babosa y don Caracol (a ellos les gusta caminar por las ramas de nuestro árbol) miles de insectos que ponen sus huevos en charquitos... somos muchísimos los que vivimos aquí abajo, y le puedo asegurar que no tengo por qué tenerle miedo porque usted me parece un señor muy simpático.
El Tigre escuchaba sorprendido lo que le decía la Lombriz. Nunca hubiera imaginado (él, que siempre había estado tan orgulloso de su soledad) que tenía miles de vecinos que eran amigos entre sí, que vivían sus vidas sin estar pendientes de él, sin tenerle miedo, ocupados en sus cosas. Pero también estaba sorprendido de que el hecho de estar tan acompañado no le molestara. Casi, casi... era lo contrario. Quizá me esté poniendo viejo, pensó. Pero me parece que no es tan malo tener compañía.
En eso estaba cuando volvió a escuchar la vocecita de la Lombriz.

- A propósito, señor Tigre. Ya que nos pudimos conocer (yo lo había llamado muchas veces con la voz más fuerte que pude para decírselo, pero usted no me escuchaba, ocupado como estaba en asustar) me gustaría pedirle una cosa. ¿Qué le parecería si afilara sus uñas en otro lado? Podría tal vez hacerlo contra el cemento de su cueva, con los barrotes... fíjese, son como limas. Esto se lo pido porque el árbol, pobrecito, no sabe hablar. Solo puede llorar con sus lágrimas viscosas y cristalinas. Usted, ocupado en cosas seguramente muy importantes nunca entendió que eso lo lastima, que le cuesta mucho cerrar las heridas de su tronco... Yo me doy cuenta, porque durante varios días después de cada afilada de uñas, sus raíces nos piden más y más humus para poder cicatrizar. Y a mí y a mi familia nos cuesta mucho fabricarlo. ¿Sabe? Una dice ¡Bah! ¡Qué pavada, el humus...! Pero créame que no es ninguna pavada... ¡Un buen trabajo nos da...!
El Tigre puso cara de Tigre asombrado. - ¿Cómo que usted fabrica humus? ¿Y que demonios es el humus? ¿Y para qué sirve el humus? ¿Y cómo hace usted para fabricarlo si ni manos tiene? La Lombriz otra vez escuchó atentamente las preguntas. Como no tenía manos no podía anotar, así que debía memorizarlas en su cerebrito alargado de Lombriz.
- Sr. Tigre. Si no se ofende, le diré que usted será muy grandote, pero me parece que no sabe casi nada. Pero no importa; para eso están las lombrices y los amigos. El humus es la tierra vegetal que mi familia y yo, junto con ciertos escarabajos, y otros bichitos muchísimos más chicos, como las bacterias, los hongos y los protozoos fabricamos continuamente. Para eso yo tengo que hacer túneles todo el día, comer los restos vegetales que hay en el suelo, digerirlos (y puede estar seguro que mis buenas indigestiones me gano) y una vez digeridos, devolverlos a la tierra en forma de caquita de Lombriz. Entonces intervienen las bacterias, los hongos y los protozoos como le dije y terminan el proceso. El producto final del laboratorio que tenemos bajo el piso es el humus, que como puede retener bien la humedad, y además tiene sales minerales, dióxido de carbono y amoníaco permite que este árbol se mantenga sano, nos de a todos esa sombra tan linda y además pueda curarse de las heridas que le hace cierta gente...! Así que si usted se pone a pensar, somos miles los que trabajamos día y noche para arreglar sus tonterías (se ve que la Lombriz estaba comenzando a enojarse) Así que si usted se dejara de compadradas podríamos trabajar a un ritmo más normal con lo que mis digestiones mejorarían mucho. ¡Oiga, Tigre! ¿Me está escuchando?
- No. El Tigre no la estaba escuchando. Despacito para no lastimarla la puso en el suelo, enderezó el cuello que ya le dolía un poco por tenerlo tanto tiempo doblado para escuchar con su oreja amarilla, alzó la cabeza y se quedó con cara de Tigre pensativo. Ese gusanito que casi no se veía le había enseñado un montón de cosas que en su vida de Tigre feroz nunca había sospechado. Pero la más importante de todas era que debía ser muy, pero muy lindo tener muchos parientes y amigos, conocer a tanta gente distinta, y vivir haciendo algo útil sin pretender dar miedo a nadie. Entonces, los hombres del otro lado de la reja abrieron grande los ojos y se miraron unos a otros. Estaban viendo algo rarísimo: el tigre abrazado al árbol y dándole un beso en las lastimaduras. “Perdoname, nunca más te voy a arañar” lo dijo con un ronquido suave. Después, se desperezó y... ¡Bueno, qué embromar! ¡También es lindo ser Tigre! se dijo. Y comenzó a pasear por su sendero de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, lanzando cada tanto algún rugido temible, porque para eso, para temblar un poquito de miedo, la gente había ido a visitarlo al zoológico.

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