miércoles, 30 de octubre de 2013

SOBRE UN ADJUNTO QUE RECIBÍ

Se trata de un escritorio construido hacia 1800, una admirable obra de arte. Artísticamente decorado con figuras de uso en la época, lleno de ornamentos y firuletes. Varios de estas inocentes figuras de damiselas, payasos y dioses griegos disimulan en realidad botones que accionan secretos mecanismos con cables, pesas, roldanas, resortes y vaya a saber cuantas otras cosas. Estos hacen que, de espacios insospechados, aparezcan atriles, broten gavetas, compartimentos, estantes ocultos. Pero sobre todo: ¡repleto de cajoncitos! Y ninguno de ellos de fácil acceso. En su época habrá sido un desafío para su constructor, pero pienso que también para su propietario. No dudo que al conde o archiduque capaz de costearse ese lujo no le faltarían objetos que ocultar, no sé, me imagino que pañuelos perfumados, cartas o joyas inconfesables, documentos y pliegos peligrosos, pócimas varias. Pero digo yo ¿Cómo haría para recordar en cual de todos esos recovecos había escondido la daga emponzoñada, o la diminuta pistola que no debían estar al alcance de los niños pero que podía necesitar en alguna situación de extrema urgencia? ¿Cómo ocultar a su amante —desconfiadas como son las amantes— los aretes destinados a vencer la resistencia de la flamante preferida? Sin ir más lejos y suponiendo que en la época actual yo mismo fuera el titular del mueble, ¿Cómo encontrar el compartimento de los tornillos, de las tuercas, de los clavos usados y algo torcidos que en algún momento tengo que enderezar con el martillo? ¿Cómo localizar las tabletas de Fuji o los soportes metálicos para los espirales, las tapitas de gaseosas que guardo de repuesto, los estuches de anteojos fuera de uso, los cordones de zapatillas desechadas? Porque la vida actual también tiene sus complejidades. Por otra parte, los delincuentes actuales no son tan sutiles como para andar buscando botones o palanquitas secretas. Si sospecharan que el artefacto esconde meandros repletos de dólares o diamantes, primero lo partirían de un hachazo para después revolver al boleo entre los tristes y artísticos escombros. Es que cuando se pierde la elegancia, no hay sonetos o sutilezas que valgan.

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