viernes, 13 de septiembre de 2013
LA MIRADA
El profesor Marcial Montero distribuía con cuidado la margarina en la galletita de agua. Una y otra vez pasaba ambas caras del cuchillo por el borde y esparcía la pequeña porción cremosa sobre la superficie. Antes de comenzar el desayuno había tendido la cama y preparado la mesa: mantel a cuadros, taza con cuchara y plato correspondiente, azucarera, lata con inscripciones en chino que usaba para guardar los saquitos de té (venían de Corrientes, pero después de unos días en esa lata exótica se impregnaban de paz y sabiduría). Frasco de boca ancha con galletitas sin sal, cuchillo de punta redondeada. Era fundamental comenzar el día acompañado por los objetos familiares y dispuestos en el orden lógico. En la radio los habituales comentarios sobre el tiempo. Así lo prefiero. Algo fresco y húmedo y nublado. Quizá convenga llevar paraguas. El tiempo está cada vez más impredecible. Antes era calor en verano y frío en invierno, otoños tranquilos y nostálgicos y primavera ventosa. Como debe ser. En cambio ahora... Sobre la mesa espera el portafolio reventando papeles. Hay varios aplazados en esa prueba escrita. La hora se le iba a ir respondiendo las protestas de los reprobados y pidiendo silencio a los comentarios de todos. Hace ya muchos años que lo sabe; nada de esto vale la pena. A los chicos no les interesa la historia y a él no le interesa que les interese. Tanto esos chicos como él formaban parte de un ballet absurdo, sin belleza ni argumento en el que alguien les había asignado roles no deseados y contrapuestos. Para cubrir sus gastos de pobre le bastaba con lo que cobraba de jubilación; si aceptó esas horas en un secundario era con el modesto propósito de llenar las mañanas vacías. Toda su vida había sido organizada alrededor de un trabajo rutinario; satisfecha rueda de un engranaje que se movía con algún propósito ajeno. Nunca había cuestionado su suerte y nunca deseó cambiarla.
Antes de salir a la calle se miró distraído en el espejo. Todo en su lugar. No me gusta llamar la atención, que me miren dos veces. Solterón miope, calvo y envejecido. Sin arrugas, sin dolores, sin grandes alegrías (también es cierto) Pero lo prefiero así. Siempre lo preferí así. Muchas veces vi en otros lo que puede hacer la vida con los ilusos. Utopías terminadas en tragedia, amores y odios desgarradores. Eso no es para mí. La última inspección al departamento prolijo, pequeño y solitario como él mismo. Cerró la puerta con las dos llaves. No sea que le roben la rutina.
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Ya en la esquina del Colegio podía notarse el clima distinto. Los corrillos de alumnos hablando en voz más baja, las miradas más quietas y pensativas. Como si los chicos hubieran envejecido durante la noche y estrenaran su madurez en esa vereda. El profesor Marcial Montero pasó entre los grupos, la mirada fija hacia adelante y el paso firme. Se suponía que le importaba llegar. En la sala de profesores se enteró de la noticia. "Si, ese chico callado y rubiecito... Mendez... Mendez Marcelo, ¿no...? Buen alumno. A mí, por lo menos nunca me dio problemas... Dicen que una sobredosis de algo... Parece mentira a que extremos estamos llegando..." Marcial Montero lo recordaba. Siempre le había impresionado como un chico juicioso. Como los de antes, quizá como él mismo, taciturno, sensato y pacífico. El niño Marcial Montero, ridículo en su nombre de combate, que tampoco había causado problemas a nadie. Y ahora esto. Inexplicable. Peor: imprevisto.
Su hora de clase fue una extraña consternación. Nadie mencionó a Mendez. Su ausencia acechaba en los rincones oscuros del aula y desde el silencio de todos. ¿A quién tuviste por amigo...? ¿Es que tuviste alguno, niño estúpido...? Culpables y resentidos y desnudos y esquivos, el postergado alarido en las gargantas. Pero no. Esta vez no tenían derecho. Todos palpaban con asco ese algo viscoso, mezquino y siniestro que quizá él no pudo soportar. Flaco traidor, flaco cobarde, no nos hagas esto... Vos sabés (¿sabés?) que si yo hubiera... Marcial Montero lo recordaba muy bien. Ahora lo recordaba muy bien. Delgado, prolijo y queriendo esconderse dentro de su ropa siempre gris, su mirada clara e interrogante y la sonrisa triste, que él había creído respetuosa. ¿Qué me querías preguntar...? No.. A mi no... Si pudieras verme como yo me veo ahora... Yo no tengo ninguna respuesta, niño tonto. Ni siquiera me hice las preguntas adecuadas. Vos hubieras podido cambiar el mundo, ¿lo sabías? ¿Te lo dijo alguien, te lo dije yo alguna vez...? ¿No sabías que yo te necesitaba, que vos eras una pequeña ventana a un mundo que no conocí, que no quise vivir... El mundo donde dicen que está el amor, la pasión, el riesgo, donde no existe la desolación, donde nadie es sólo para sí mismo...? ¿No ves que soy un cobarde, un cobarde orgulloso de serlo, un cobarde que enarbola su vida insignificante, estúpida y estéril como si esperara el aplauso de alguien...? ¿Pero de quién...? ¿Te sonreí siquiera alguna vez...? Esa mañana, el profesor Marcial Montero se sintió unido a sus alumnos. Unido por la vergüenza y por la culpa. Y por una acusación muda e ilevantable en la mirada de un ausente.
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Como en un sueño pasó la mañana, el almuerzo liviano, la siesta higiénica. Marcial Montero, a la deriva de las rutinas, anhelaba volver a hundirse en la modorra de su vida sin sorpresas. Corrigió carpetas, leyó su libro, se arregló para el paseo vespertino. Evitó mirarse al espejo sin saber por qué. La llovizna iniciada al mediodía había cesado y la caída de la tarde insinuaba alguna esperanza. Las nubes rosadas dejando paso a retazos de cielo luminoso, lejano y celeste. Luminoso, lejano y celeste como la infancia, pensó el profesor. En la plaza buscó los ojos de la gente. Se le ocurrió pensar que sólo así podría tolerar la propia imagen. En los adultos, encontró muchas miradas clausuradas, duros paragolpes para proteger, poner distancia, atemorizar. Es el miedo, el viejo compañero. Te conozco. Yo aprendí a anestesiarte, a dejarte flotando en la nada. Otros no lo consiguen. No quiso seguir. Buscó entonces la mirada de un niño. Desvalida y confiada, bebiendo la alegría del sol y de la inocencia. Y la de su madre, que lo adoraba desde un banco, enamorada de cada uno de sus gestos. Es fácil contagiarse de un niño, pensó el profesor (mientras sonreía sin notarlo).
Lo sacó de su ensueño el ruido destemplado. La frenada de un auto seguida por el llanto del perro. Instintivamente se puso de pie y corrió a la calle que bordeaba la plaza. Se acercó lentamente al animal, despojo oscuro tendido junto al cordón de la vereda. Encontró otra vez la mirada clara e interrogante y la sonrisa triste que tanto le dolía. Y esta vez no la dejó pasar. A partir de aquel momento, el profesor Marcial Montero nunca más estuvo solo, porque tuvo un amigo. Y pudo dar comienzo a su pequeña redención.
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