miércoles, 10 de abril de 2013
REY MAGO
Habíamos llegado, por fin. La estrella, muchas veces oculta por tormentas de arena o por nubes venidas del mar, parecía brillar como nunca, inmóvil sobre el pesebre. En la noche quieta y helada, la luz agónica de un candil decoraba con sombras vacilantes las paredes de troncos. El rítmico aliento de los animales — tibias nubes minúsculas que se deshacían en la oscuridad—, daba algo de calor al niño. Él y su madre dormían al abrigo de bastas pieles de oveja que antes cubrieran los hombros de los pastores. El más anciano de ellos dialogaba en un murmullo con el padre. El sabio de Babilonia, que siempre había encabezado la caravana, descendió del camello ayudado por sus siervos y, la cabeza gacha e hincado en tierra adoró al Rey. Confundido entre su comitiva de adivinos, músicos e interpretadores de sueños lo siguió el persa. Quedaron a los pies del padre el oro y el incienso anunciado por los profetas:
“Un sin fin de camellos te cubrirá,
jóvenes dromedarios de Madián y Efá,
portadores de oro e incienso
y pregonando alabanzas a Yahveh”
¿Por qué motivo el luminoso ser de mi sueño me hizo elegir este obsequio? Yo hubiera podido traer al rey, como en otros tiempos hizo con su padre la reina de mi pueblo, oro de Ofir, aromas y piedras preciosas, maderas de almuggim, todo lo que él quisiera pedirme. Pero este es un rey extraño, y la visión de mis sueños me lo había anunciado. Más semeja un siervo que un rey. No se ven en esta montaña palacios, escudos de oro batido, tronos de marfil, comerciantes ni mercaderes, guerreros ni caballos enjaezados para el combate. Sólo pastores, animales, silencio y la noche estrellada. Y es extraño también el presente que la visión me ordenó traer. Un pequeño cofre de aromática mirra de Saba, mi lejano país, bálsamo para sanar las heridas de los vivos y preservar el cuerpo de los muertos. Desconcertante es este pueblo cuyos profetas anuncian al ungido de Yahveh desfigurado, cuyo aspecto no parece de hombre, que no oculta su rostro a los insultos y salivazos, ante quien se admiran muchas naciones y cierran los reyes la boca. ..
Abrumado por la turbación, conmovido por la insondable majestad del Dios de Israel y Dios de Saba, Señor del universo, el sabio sintió los ojos de la madre. Al entregarle el cofre, creyó ver una sombra de dolor en su mirada agradecida. Y postrado sobre la roca fría se dejó estar, adorando al extraño Rey.
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