jueves, 23 de diciembre de 2010

VEINTIDOS

FINAL

Más allá del azar y de la muerte
duran, y cada cual tiene su historia
pero todo ocurre en esa suerte
de cuarta dimensión que es la memoria

En ella y sólo en ella está ahora
los patios y jardines. El pasado
los guarda en ese círculo vedado
que a un tiempo abarca el véspero y la aurora.

¿Como pude perder aquel preciso
orden de humildes y queridas cosas
inaccesibles hoy como las rosas
que dio el primer Adán el paraíso?

El antiguo estupor de la elegía
me abruma cuando pienso en esa casa
y no comprendo cómo el tiempo pasa
yo, que soy tiempo y sangre y agonía.


De “Adrogué”
Jorge Luis Borges


— Creo que ya no podemos hacer nada, Señora...

La voz le temblaba a Rubén Cersósimo. Quito tuvo que llamarlo a la
Madrugada; papá estaba muy mal. Hacía ya varios días le había pedido a Rubén que se diese una vuelta cada tanto por casa para sugerirle (qué más podía hacer que no fuera sugerirle) que se cuidara un poco más. Alfredo estaba casado y viviendo sus propios problemas por lo que Quito, ante la enfermedad de papá, estaba tratando de ser el hombre de la casa y el apoyo de mamá.

— Por favor, Señora, dígame en qué puedo ayudar, por favor, lo que
sea...

Estaba conmovido. La figura de mamá, de pie en la penumbra del cuarto y algo apartada de la cama para no molestar, las lágrimas corriendo libres y silenciosas por su rostro sereno, le dolía. Olvidado de su rol de médico, el también lloraba.

— No, m`hijo, muchas gracias... Me gustaría quedarme sola con él un
rato. Quito, por favor, acompañalo a Rubén...

Los dos amigos salieron, dejando a mamá sentada en la cama al lado del cuerpo de papá y tomándole una mano, quizá hablándole por lo bajo. O rezando, que era lo mismo.

A los demás nos fueron despertando cuando ya despuntaba el sol. En voz baja y con el respeto debido a la presencia del misterio. No recuerdo si fue Carlos o Quito:

— Leo, levantate. Murió papá...

Sin hacer preguntas, sin ruido, todavía sin lágrimas, me vestí y fui a
besarla a mamá. La gente fue llegando de a poco, también en silencio. Es mentira que no importe la presencia de los amigos. Tampoco es cierto que su llanto sea fingido. Sentado, sin hablar, con la compañía de una mano en el hombro y oyendo el rumor del rosario de las amigas de mamá, me sentí —estoy seguro que también mis hermanos— menos solo. Porque yo sabía que papá estaba vivo, en algún lado o de alguna otra forma, pero vivo y sonriente, como era él. El hombre íntegro, el hombre limpio, el hombre cabal. Que entendió su función de padre como un servicio: el de hacernos saber que hay cosas que merecen respeto. Y que lo consiguió amando con pudor y delicadeza, como los hombres. Que nos educó en la libertad y la responsabilidad, nunca intentó comprar nuestro amor y nos hizo creíble la existencia de Dios.

Después de ese día de marzo, mamá no volvió a reír. Apenas su sonrisa triste, tratando de confortar a sus hijos, de ocultar que ya no quería seguir. Que quería irse junto a él, su esposo, su gran amigo. Ella fue la que quedó más sola; pobre compañía éramos nosotros, aturdidos y desorientados adolescentes, buscando inventarnos otra vida. Cuatro meses después, en una enfermedad que fue casi un pretexto, ella también murió. Se fue con papá, como si nunca hubiera soltado la mano que apretó aquella madrugada de marzo.

Así terminó la infancia. En una agonía que duró un tiempo más, vacía y sin sentido, también cayó la casa. Esa “Villa Martha” que fue el paisaje de nuestros años felices tampoco encontró motivos para seguir. Desapareció su vestíbulo con cielo de vidrio, su galería a la sombra del roble, su comedor silencioso. Cayeron sus paredes empapadas de amor, quedó al descubierto el misterio de sus túneles, volvió a la nada la leyenda del calabozo. No lo quise ver ni intenté conservar nada que me atara al recuerdo. Porque mi herencia era otra cosa, algo distinto, indefinible pero muy real. Estaba dentro de mí y no en algún objeto, material y limitado. Si esa semilla llegó a dar fruto, lo dirá el tiempo, lo dirán otros.


“Serán vecinos el lobo y el cordero
y el leopardo se echará con el cabrito.
el novillo y el cachorro pacerán juntos,
y un niño pequeño los conducirá.

Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid
y en la madriguera de la víbora
el recién destetado meterá la mano.

Nadie hará daño, nadie hará mal
en todo mi Santo Monte
porque la tierra estará llena del conocimiento de Yahvéh
como cubren las aguas el mar.



Isaías, 11:6,8-9

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