lunes, 13 de diciembre de 2010

VEINTE

COSAS DE MUJERES


A Quito le tocó la primera baja. Hizo la colimba en Covunco como A.O.R. y tuvo suerte. Le dieron a él y a sus compañeros la baja en setiembre. Así fue como, aún no cumplidos los 21 años, ya era “Oficial de Reserva”. Había aprendido a esquiar, y tenía varias fotos que lo mostraban subiendo a la montaña en fila india por una ladera nevada, todo vestido de blanco y con los esquíes al hombro. Pero además, había ganado buenos amigos. Como en aquel tiempo a los del “Distrito Militar 19” los destinaban al sur (se decía que este distrito, nadie sabe por qué causa, estaba castigado) muchos de ellos eran de la zona.

Si hay una cosa en la colimba que se toma en serio, que se cumple a conciencia, es inventar métodos para matar el tiempo. Llenar horas en blanco —para un muchacho de veinte años aislado en el invierno neuquino con un grupo de compañeros de su misma edad— llega a ser una especialidad. Se conversa de todo, a veces en serio. Se combate o se cede a la nostalgia conversando. Después de todos esos meses, los nuevos amigos de Quito ya eran del barrio. Conocían la placita con su barra, nuestra familia y sus historias, y nuestra casa con sus pasillos, sucucho, vestíbulo con toldo, señorial y deshabitado comedor,, túneles, gallinero, quintita y conchilla. Además, estaban todos invitados.

Se organizó el almuerzo para un sábado de octubre. Como se descontaba buen tiempo, se haría afuera, poniendo tablones sobre caballetes en el camino frente a los juegos, donde había más sol.

Ana María tenía 17 años. Casi se puede decir que hacía 16 que esperaba este momento. Apenas Quito comunicó en casa el proyecto, inició una actividad febril que duró todo el mes que faltaba para la reunión. Mamá miraba divertida como, tratando de que no se notase, preparaba y descartaba menúes, agregaba o quitaba moños de vestidos, repasaba la lista de invitados, memorizaba nombres, sobrenombres, perfiles psicológicos, físicos y laborales de cada invitado. Con su estilo concentrado, como no dando trascendencia al acontecimiento, Ana María se preparaba. Tenía que hacerlo clandestinamente, sólo con la colaboración decidida de Mercedes y la complicidad disimulada de mamá. Temblaba sólo al pensar que los varones pudieran enterarse de sus proyectos románticos. No por Alfredo —al cual le hubieran parecido normales— o por mí, que era todavía muy chico como para participar del momento, sino por la previsible furia de Quito y por el enorme talento de Carlos para hacer de la situación una fuente inagotable de bromas y comentarios.

No resulta fácil encontrar personas con una vocación tan marcada y transparente como la que tuvo Ana María por la profesión de madre de familia. Desde la primera vez que trató de imaginarse un futuro —según Carlos todo comenzó por cantar el “arroz con leche”— supo qué quería de la vida: ser como mamá, el alma de un montón de gente que la necesitara y contase con ella. Se preparó con la misma dedicación conque se cursa una carrera. Cocinó, cosió, remedó, bordó y tejió más y mejor que nadie. Le faltaba lo que la idea de Quito le brindaba en bandeja: la caza del hombre.

El caso de Lindora fue distinto. Ella fue la menor de todos. Graciosa, atolondrada y alegre. Muy chica todavía en aquel tiempo como para revelarse la la inesperada intelectual en que se convirtió con los años. El sobrenombre de “Lindora” —había sido bautizada como María Celia— se lo dio papá que disfrutaba de Fernando Ochoa y su personaje el viejo “Don Bildigerno”. Era la época de oro de la radio: junto con la lectura, los únicos entretenimientos de papá y mamá.

Varios de los compañeros de Quito parecían cumplir con ciertas condiciones mínimas: eran decididamente buenos prospectos de marido para Ana María. Si bien el aspecto físico no era fácil de evaluar ya que las fotos eran escasas e invariablemente mostraban grupos de muchachos abrigados y amontonados, los perfiles de sus caracteres estaban bastante bien descriptos en las cartas que llegaban del sur. Había sin embargo un candidato que se destacaba nítidamente. Quito lo adoraba y, sin proponérselo, despertó codiciosas expectativas en nuestra hermana casadera. Era el mejor compañero, el más popular, fuerte, paternal, protector y cariñoso. Además era alto y atlético: una preciosura, según las mujeres. En las largas y secretas discusiones que sostenían Ana María y Mercedes en la cocina, sólo se refirieron con cierta preocupación a dos aspectos de su persona si se quiere cuestionables. Uno de ellos era que le decían Cacho. No conseguía Ana María imaginarse una escena romántica con un galán llamado Cacho. En todo caso —argumentaba Mercedes— le ponés otro sobrenombre cariñoso y chau. Le decís “Bichito” o “Negrito” y que los demás lo sigan llamando Cacho si quieren. Pero Cacho tenía otro problema: era verdulero. Tenía una próspera e indisimulable verdulería en Glew.

— Pero mamá... a mí no me importa que le digan Cacho... (Ana María
no agregó lo de “Negrito” o “Bichito”. Este aspecto de la cuestión le sonaba algo escabroso) Pero atender una verdulería me da vergüenza... Además ¿Quién sería yo? ¡Es como si lo estuviera viendo...! “Miren... allí va la mujer del verdulero... ¡Y para pero en Glew...! (la última parte del párrafo ya tenía acento dramático)

Mamá había entrado de improviso en la cocina y sin querer se encontró en medio del tema. Mercedes se escabulló con un pretexto cualquiera.

— Mirá nena, estás diciendo bobadas (mamá hacía esfuerzos para no
sonreír. Al reprimir la risa le aparecía en la cara una expresión de sufrimiento y le brotaban las lágrimas) Falta mucho todavía para preocuparse por eso... Además las verduras tienen montones de vitaminas... y me dijeron que Glew es muy lindo... tranquilo... (para nosotros Adrogué era una isla, Buenos Aires el continente y Glew un islote desértico que quedaba para el otro lado y al que no íbamos nunca)
— (continuará)

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