viernes, 10 de diciembre de 2010

DIECINUEVE (continuación)

ESTUDIOS

Hay un solo recuerdo de escuela que no me deja conforme; se podría decir que me incomoda. Creo que mencioné algo de esto un poco antes. Tengo que reconocer que la culpa fue mía por andar alardeando durante los recreos del acerito que me había regalado Alfredo. Me da vergüenza confesarlo, pero disfruté toda la mañana viendo la envidia en los ojos de mis compañeros. Yo no sé de dónde lo había sacado Alfredo, y en aquel momento no se lo pregunté. Él ya era grande y había perdido el interés por el juego de bolitas, así que me lo dio. Es probable que se lo hubiesen regalado en alguno de los talleres que frecuentaba. El hecho es que, ya cerca del mediodía, con mi exhibición había conseguido lo que tan torpemente anduve buscando: el mejor jugador del grado, el que podía encontrar el hoyo dándole efecto para esquivar obstáculos en terrenos desparejos, el que era capaz de partir por el medio una bolita por lo fuerte que tiraba a quemar, me había desafiado delante de todos a un partido. Después de tanto hablar y de hacer sufrir al grado con mi acerito, me encontré conque no podía eludir el reto, a menos que me resignara al ostracismo. Tal cual: solo como una ostra, pero con un acerito adentro en lugar de una perla. Para peor, después de mis tontos pavoneos y salvo mis amigos más íntimos —Rafael, Chiche, Yayo y alguno más que no me acuerdo— todos los del grado estaban deseando mi derrota, que prometía ser categórica y humillante.

Considerando sus antecedentes en el juego (se podía decir que era un diez de hándicap) mi desafiante me cedió la condición de local, así que elegí la canchita en que jugaba siempre, en la ochava de las casuarinas. El trazado de esa canchita era algo irregular porque debía sortear las agudas lomas de raíces que sobresalían de la tierra. Tenía además sutiles declives invisibles para el ojo poco entrenado y otros detalles que sólo conocíamos los del barrio, así que mi esperanza estaba puesta (¡qué vergüenza!) justamente en los defectos del campo de juego. Además, por ser local, tenía la barra de la placita de mi lado para el caso de que hubiera discusiones violentas. Me resulta bastante deprimente la confesión pública que hago en este momento, así que pido se me permita omitir detalles. Como estarán imaginando, mi compañero captó de un solo vistazo todos los escondidos declives, raíces y supuestos secretos de la canchita, me dio una lección de arte, putería y legislación del juego y me ganó el acerito junto a todas las otras bolitas que llevaba encima. Pero además —y esto fue lo peor— fue felicitado calurosamente por los cuatro o cinco grandotes traidores del Vagobian Club que se arrimaron para presenciar y comentar el partido. Mi supuesta barra brava resultó ser un conjunto de exquisitos que valoraban más un hoyo con efecto que a una amistad de toda la vida. Otra cosa más y termino de aliviar mi conciencia: es mentira que me ganó con trampas. La verdad es que Dios me castigó por mandarme la parte.

Si dejamos de lado este episodio, la primaria la pasé sin sobresaltos. Escuela, barrio y parroquia eran distintos ámbitos, pero se complementaban muy bien. Con frecuencia se repetían los personajes, por lo que en paparroquia nos pasábamos los deberes de la escuela, nos juntábamos en casa para hacerlos, y en los recreos comentábamos las novedades de la parroquia. Como debe ser en un pueblo.

El Nacional ya fue algo distinto. Si bien varios amigos de la primaria o de la parroquia como Rafael, Daniel y Conejo continuamos juntos en el Nacional, los de Adrogué quedamos en minoría ante los venidos de lugares y ambientes exóticos como Lomas, Banfield y hasta alguno de Lanús. Por supuesto que cuando hablo del Nacional me refiero al Colegio Nacional Almirante Guillermo Brown, donde ya había sido alumno Quito y en el que Carlos estaba cursando cuarto año. En la época del secundario disfruté como nunca del colegio y de los compañeros. Cuarto y quinto año fueron los mejores, con sus ratas improvisadas ante imprevistas pruebas escritas, bromas pesadas, campeonatos internos de básquet, club colegial, fugas por la ventana, ingenuas huelgas abortadas con la simple presencia del rector Lugones en la puerta de entrada, etc.

El tema de las ratas merece alguna consideración por separado. En la mayoría de las que participé, lo hice para acompañar al grupo en la aventura. En mi caso —con los hermanos mayores pudo haber sido distinto— se aplicó siempre en casa una política de total Libertad-Responsabilidad; jamás de premios y castigos. De modo que si quería faltar, faltaba sin tener que rendir demasiadas cuentas. Pero la rata siempre tiene un sabor especial si bien las nuestras eran ligeramente patéticas. Consistían en aburridas excursiones al monte Buschiazzo donde pasábamos la mañana entera muertos de frío, tirando un cortaplumas contra un blanco hecho en un árbol o entretenidos con alguna otra actividad creativa de ese tipo. Las de Carlos y sus amigos eran otra cosa; ellos eran duques. La rutina era ir al Club de Tenis y organizar un torneo, tomar sol y Coca-Cola, después una ducha caliente y volver a casa al mediodía para el almuerzo y la siesta reparadora. En otras palabras, tenían estilo.

Mi última rata en el Nacional terminó de una forma poco ortodoxa. Tomada la decisión ante una prueba escrita de física, los cuatro o cinco que formábamos el grupo caminábamos por la calle Brown, cuando a la altura de la lechería de Don Zoilo y por la misma vereda pero en sentido contrario, veo venir a mamá y a otras señoras. Salían de misa con sus misales y mantillas y conversando entre ellas. No hubo modo de eludir el encuentro. Mamá, cuando nos cruzamos, con una entonación por demás liviana, como quien comenta el tiempo, inició el diálogo:

— ¿Que tal? ¿No vas al Colegio...?

— No mamá, nos vamos con los chicos a pasear... (no sé por qué
insólita asociación, lo que me daba vergüenza era decir que íbamos a pasar la mañana en el monte Buschiazzo)

— Bueno —dijo mamá— ¿Querés que te lleve los libros a casa...?

Por supuesto le di los libros, pero esa rata ya no tuvo la fascinación de la
clandestinidad que resulta imprescindible para poder ser saboreada como Dios manda. Las que siguieron, perdido ese encanto, se hicieron en casa, con todos los rateros al abrigo de una estufa y jugando al truco.

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