LOS ÁRBOLES
Nunca conseguimos encontrar la palabra que coincidiera exactamente con la idea. Decirle “El jardín” nos parecía rebuscado (siempre hubo una obsesión por no ser rebuscados) además de minimizar lo que significaba para nosotros. “El parque” sonaba todavía peor; ostentoso y grandilocuente. No disponíamos de opciones, de modo que en algún momento renunciamos a encontrar la palabra y nos limitamos a llamarla (¿o llamarlo?) “afuera”.
Lo que le daba carácter, más que sus caminos de conchillas y sus grandes canteros, eran sus árboles. Había también flores y plantas de adorno. Recuerdo rosas, malvones, hortensias y jazmines, pero ninguna alcanzó la personalidad, y en consecuencia la significación de los árboles. Por supuesto, había frutales: limonero, naranjo, mandarino y un castaño cuya soberanía formal ejercía nuestro vecino Wicoucal) ya que sus raíces estaban del lado suyo del cerco, pero que tenía la generosidad de hacer crecer sus ramas y mandar parte de su fruto a nuestro lado. Hubo un níspero, una higuera y también un nogal que plantó papá, creció inclinado buscando la luz y nunca llegó a producir. Y también estaban los árboles de frutas clandestinas, fuera de programa. Comerlas formaba parte de la aventura cotidiana. Como las palmeras, que teníamos de varios tipos: unas dejaban caer unos coquitos amarillos y empalagosos que fermentaban en el suelo dando a esa esquina de la casa un cierto aire a taberna. Los coquitos de otras eran de color rosado y algo más ácidos. Y había también una palmera alta, cubierta por una enredadera con flores en forma de campanilla y que no daba nada. Sin embargo es la que más recuerdo. De ella pendían colgados, como frutos peludos y siniestramente vivos, los murciélagos
El pino estaba sobre la ochava de la plaza. Vaya a saber por qué motivo nunca me atrajo demasiado. Quizá por la resina pegajosa o la aspereza de sus ramas que desalentaban subirlo, quizá por su ubicación muy expuesto a las miradas de transeúntes extraños y ajenos.
La araucaria era la reina. Majestuosa y algo lejana, sobrepasando en altura a todos los demás, no admitía juegos. Sus hojas, ramas y troncos nos mantenían a distancia con poderosas espinas. Para recordarnos su existencia, las noches de viento, hacía temblar la tierra dejando caer unas piñas inmensas con gran estrépito.
El roble era el fuerte. Con pájaros de todo tipo, con sus elegantes bellotas y sus muchos hijos. Sin ramas bajas que nos facilitaran el escalarlo, pero protegiéndonos sin alardes con su presencia sólida y segura. Con sólo mirarlo se estaba en paz. El roble era papá.
La magnolia era nuestra amiga. Nos venía a buscar con sus ramas suaves, desgastadas por nuestros juegos y nos alegraba con grandes flores blancas. Muchas veces, sentado en sus ramas más altas, miré la vida desde otro ángulo. La magnolia me sostenía con su amor silencioso y discreto, más allá de las palabras. Como mamá.
jueves, 26 de agosto de 2010
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