jueves, 19 de agosto de 2010

DOS

VILLA MARTHA

“Su olor medicinal dan a la sombra
los eucaliptus; ese olor antiguo
que, más allá del tiempo y del ambiguo
lenguaje, el tiempo de las quintas nombra”

De “Adrogué”
Jorge Luis Borges



Tres años después, papá ya había cambiado el auto. En lugar del Rugby rechinante teníamos un Chevrolet de confortables ruedas metálicas y con detalles de confort a los que costaba acostumbrarse. El otro proyecto, el de la mudanza, estaba resultando más difícil de lo imaginado. Vivíamos en ese entonces en Caballito, y si bien la casa era bastante grande y el barrio tranquilo, papá seguía extrañando la paz de sus años de médico en Oriente y de su infancia en Dorrego, donde la siesta era obligatoria, no se conocía el molesto traqueteo del tranvía y toda la gente era amiga o pariente.

-Che, Alfredo, estuve viendo algo por Adrogué. Por fin tuve un fin de semana libre, así que aproveché y me fui para allá a conocer una casa de la que me habían hablado. Creo que convendría que la veas.

Cifone era un médico radiólogo, socio y compañero de papá. Él vivía en Longchamps y estaba entusiasmado ante la posibilidad de que su amigo se mudara para el sur. Tenían un consultorio en la calle Paraná; la radiología era por entonces una novedad misteriosa para aquella medicina que recién comenzaba a mezclarse con la tecnología. Estaban haciendo un alto en el trabajo, tomando un café.

-Macanudo, te agradezco, Atilio. Creo que el sábado podríamos ir con Anita. De paso damos un paseo con todos los chicos.

Papá no quería ilusionarse demasiado. Adrogué era para él el lugar
justo. Allí vivían parientes de nuestro tío Américo y con ese motivo había ido algunas veces. Ya en la primera visita se quedó enamorado del lugar. Tenía la paz, el silencio y la quietud provinciana que extrañaba. Pero además, esos árboles... No había en Oriente tantos árboles, por supuesto, tampoco tantos pájaros. Recordaba en especial una de las tantas plazas del pueblo. Una inmensa, llena de eucaliptus y sobre la cual estaba la Iglesia. En uno de sus bancos se había sentado un largo rato una tarde de verano, sin pensar en nada, disfrutando del aire fresco y distraído con los juegos de unos chicos. Los rayos oblicuos del sol se filtraban entre la penumbra de las ramas. Allá arriba, las copas de los eucaliptus dibujaban el cielo claro y sin nubes. Por la calle adoquinada que rodeaba la plaza pasaba cada tanto el carro de algún vendedor ambulante. En ocasiones, el auto de algún forastero perdido en las famosas diagonales del pueblo.

Aquí debe ser fácil vivir la infancia... Papá pensaba en nosotros. Sobre todo en Lindora, morochita y graciosa, que estaba dando sus primeros pasos. Después de varios embarazos perdidos, mamá había tenido siete hijos. Lindora había llegado a tiempo para consolarla de la pérdida de Oscarcito, menor que yo y de quien no guardo recuerdo. Había fallecido a los pocos meses de vida; nunca supe la causa, ya que papá y mamá no hablaron nunca de él delante nuestro.

(Continuará)

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