sábado, 21 de noviembre de 2009

EL CHEMA

Hace rato que tendría que haber afilado el hacha. Con el ñato no puedo contar para nada, la va de intelectual… Mientras hachaba leña, refunfuñaba. Su casi-socio se había quedado divagando con la gallega del minimalismo y de Tobías Wolff o como se llame y ni se dio por enterado cuando él sacó el último tronco del cajón y lo metió en la cocina.
Ya hacía un tiempo que el Chema había tomado la costumbre de perderse en interminables soliloquios. Por lo menos ahora había dejado por un momento el tema que más lo ocupaba: qué hacer con su vida (en el supuesto de que hubiera que hacer algo) Hacía ya cinco temporadas que cuidaba el refugio de Laguna Negra y por ahora estaba conforme. En ese trabajo no tenía futuro ni el Chema quería tenerlo. A los cuarenta y tres años sólo pensaba en el pasado, lo revisaba, trataba de justificarlo. Tenía segura una cosa: Si naciera de nuevo, trataría de hacer todo distinto. Sobre todo cambiaría esa parte desgraciada, la cobardía de quince años atrás.
Le gustaba hachar leña. Le daba un buen motivo para no hablar con nadie, para estar solo en un lugar en donde siempre sobraba gente. Muchachos y chicas entusiastas, curiosos, inocentes —al Chema le molestaba tanta inocencia— que preguntaban siempre lo mismo y que lo tenían por un héroe porque era guía de montaña. Pobrecitos estúpidos. Cada tanto alguna piba con muchos pajaritos en la cabeza quería fantasear con él. Lo de la gallega era distinto; había llegado una tarde, hacía ya dos meses. Viajaba sola. Venía desde Logroño haciendo dedo. Entró por Chile y simplemente, se quedó con él. Lo único que conocía de la Argentina era ese pedazo de montaña y por ahora no le interesaba seguir viaje. Era cómodo tenerla a la gallega; lo ayudaba con el refugio y le daba algo de ternura. Claro, no era como J. No tenía esos ojos negros y profundos, esa mirada que decía tantas cosas, ese reproche… esa desilusión… Basta. No tengo por qué seguir pensando en esa tarde. Ya no la puedo cambiar.
El sol había caído detrás del Bailey Willis. El crepúsculo cambió el color rosado de sus crestas por el negro de todas esas otras rocas silenciosas, empinadas y muertas que encajonaban la laguna en lo alto de la montaña. El Chema cargó la leña en un armazón de mochila que tenía para todo uso; el pibe desconocido se acercó en silencio. Flaco, rubio y alto, con esa expresión indecisa de los dieciséis años. Había entrado al refugio discretamente aquella mañana. Dejó su mochila en un rincón junto a las otras y desde entonces había estado solo, mirando el espejo negro de la laguna y tirando cada tanto piedritas al agua.
-¿Te ayudo, Chema?— El Chema se encogió de hombros.
-Y… si tenés ganas… (se quedó esperando que el pibe recogiera los troncos que faltaban. No tuvo corazón para dejarlo solo como fue su primer impulso)
- ¿Sabés? Vengo de hacer el Negro. Subí solo. No parecía que el pibe buscara alardear, impresionaba más bien como que quería preguntar algo. Subir sin compañía al cerro Negro era una temeridad.
Entraron juntos al refugio. El sonido de los botines en el piso de madera siempre le daba al Chema una sensación de calidez. Acomodaron los troncos en el cajón junto a la cocina y recién después, mientras prendía un cigarro, el Chema habló
-¿Y por qué subiste solo, pibe?
El refugio estaba casi despoblado. En el entrepiso, un grupo acomodaba sus bolsas de dormir en las cuchetas, cuchicheando. Cada tanto, alguna risa contenida. Era muy poco como para dominar el silencio de la montaña que se había instalado dentro. La gallega maniobraba entre las ollas. Había prometido un guisado “Del que vosotros no tenéis ni idea…” El ñato leía en la mesa de un rincón a la luz de una vela.
El silencio desamparado del pibe lo conmovió al Chema:
-¿Querés comer con nosotros? La gallega prepara un guiso bárbaro…
- ¡Joder con vosotros, con esa putañera costumbre de llamar a todo el mundo gallego…! (todavía el Chema no conseguía adivinar cuándo estaba enojada en serio)
Ya todos dormían en al refugio. Sólo el pibe y el Chema seguían sentados a la mesa, ya en silencio. Cada tanto, una leña crepitaba en la cocina o crujía la madera del piso. Eso era todo.
-¿Sabés, pibe…? Vos no necesitás probar nada… Vos tenés una cosa que muchos te envidiarían… ¿Sabés cuál? Tu vida es limpia, pibe. Vos no hiciste sufrir a nadie… Eso vale más que todo en el mundo… El Chema tenía un nudo en la garganta y no sabía por qué. A través de la ventana buscaba algo en las estrellas frías de esa noche sin luna. El pibe lo miraba con los ojos húmedos. Al rato, le dio una palmada en el hombro
-Hasta mañana, Chema…
-Hasta mañana, pibe…
Esa noche durmió poco. A su lado, la gallega rumiaba sueños lejanos. El Chema miraba la brasa del cigarro. Pobre pibe…No sabe qué poca cicatriz dejan las heridas cuando no fue uno el que… No sabe que buenos son los dolores inocentes… ¿Sabés una cosa, J.? Te lo digo sólo a vos, que no me podés oír, que ya ni debés pensar en mí. Hay momentos en que tengo envidia de algunos de estos chicos que creen en Dios, que le hablan, y que les contesta, que seguramente los perdona. Quizá no me creas, J… Es rubio pero tiene tu mirada. Se me ocurre que debe ser parecido al nuestro, a ése que no merezco conocer… Apagó la colilla del cigarro para no ver esa lágrima inútil y secreta.
Se levantó temprano. Tratando de no hacer ruido fue a lavarse en el arroyo y a ver las últimas estrellas. El frío le hizo bien. Esas rocas lisas y peladas y el susurro del agua entre las piedras ya eran sus amigos, parecía que lo aceptaban. El cielo estaba claro cuando entró al refugio y reavivó el fuego de la cocina. (Tengo que acordarme de ponerle grasa a esa puerta. Parece que sólo hace ruido cuando la gente duerme) Estaba tomando sus primeros mates cuando el pibe se levantó. En silencio enrolló la bolsa de dormir y comenzó a prepara su mochila. Pensaba bajar por la mañana.
-¿Querés que barra un poco el refugio, Chema? Dijo al terminar. Tenía la mirada clara.
-Antes vení a tomar unos mates conmigo. ¿Dormiste bien?
Estaban charlando de travesías y del encanto de la montaña, el Chema contando anécdotas de ascensiones pasadas, cuando la gallega llegó y se puso a preparar café. Todavía no había querido conocer el mate. En el entrepiso, el grupo de chicos que había pernoctado comenzaba a moverse.
Ya el sol calentaba cuando el pibe se fue. Le apretó fuerte la mano y besó a la gallega. Con una sonrisa fresca que el Chema no le había conocido, saludó con la mano antes de perderse en el primer recodo. Sentados a la mesa, el Chema también sonrió.
-Parece un buen pibe, ¿No, gallega?
Y por primera vez la miró a los ojos.

(de “En carpa”)

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