Bajo este acápite intentaré abordar un tema que el buen gusto recomienda mencionar sólo mediante elaborados eufemismos. Como el buen gusto no es una de las cualidades que más me adornan, mientras que ha llegado a ser proverbial mi buen estómago, creo que debo tratar este asunto ya que su importancia es inversamente proporcional a la literatura que se le dedica. Para ir preparando el ánimo del lector delicado comenzaré por el principio (del título y del proceso en sí mismo).
¿Qué se come en el campamento? ¿Cómo se logra elaborar una dieta balanceada, con suficiente contenido calórico y vitamínico, abundante en fibra y al mismo tiempo de fácil digestibilidad de modo que no dificulte el esfuerzo físico en condiciones ocasionalmente extremas? Es fundamental tener en cuenta que participan del campamento ambos sexos, con muy distintas capacidades y entrenamiento previo y que los factores económicos limitan las opciones. Prima facie se puede apreciar que las dificultades son enormes. Segunda facie, en cambio, se ve claramente que es imposible.
Por lo tanto, y una vez aceptada esta premisa, en la programación de la dieta de un campamento ganan absoluta primacía los viejos y sabios principios de la nutrición:
1)“Lo que no mata, engorda”
2)“Donde hay hambre, no hay pan duro”
Sostenidas por el sólido basamento de estos dos pilares fundamentales, encontramos toneladas de polenta, fideos, arroz, salchichones, salsa de tomate, sopas de cualquier cosa, latas de lo que venga, salamines, mate cocido y galleta y en alguna oportunidad excepcional, asado. Como se ve, la cosa termina siendo muy simple: se come lo que se puede.
Pasemos a continuación al otro extremo del problema, dejando lo del medio a cargo de los oscuros mecanismos de que nos surte la fisiología. En la actualidad, los “campamentos base” está provistos de baños con inodoros, botones, puertas con cerraduras confiables, duchas de agua caliente, jabón y todas esas cosas que tanto aprecia el hombre civilizado. No era así en otros tiempos y sigue sin ser así durante las excursiones. No es el caso de entrar en detalles desagradables. Se comprenderá fácilmente que un mínimo de elegancia impide una descripción minuciosa de los recursos a desplegar por el (nunca un adjetivo estuvo mejor empleado) esforzado campamentero. De hecho, sólo podría referirme a la experiencia personal dado que es exigua la comunicación existente sobre el tema. Cada uno se inventa un sistema y este muere con cada uno. A este respecto, quisiera mencionar —reconozco que con cierto cariño— a la parte inferior de un puente de madera que salvaba el cauce de un arroyo, cerca de nuestro campamento sobre el lago Moreno. Son innumerables las instalaciones que he probado desde entonces y que superan en comodidad a aquella. Pero no he encontrado ninguna en la que el usuario pueda disfrutar del murmullo del agua circulando entre las piedras, de las flores y de la limpia humedad del musgo como en las entretelas de aquel puente. Yo lo consideraba mi lugar privado y secreto, a despecho de algunos restos fosilizados que me decían que esto no era enteramente cierto.
La higiene personal en aquellos tiempos (por ejemplo bañarse) merece también algunas precisiones. Al no disponerse sino de agua helada para hacerlo, se hacía imprescindible crear un método. Lavarse a la mañana no era problema. Bastaba calentar la cara con el fuego y frotarla con energía para obtener la sensación de limpieza que se buscaba. El acto de bañarse, en cambio, servía para revelar al faquir que todos llevamos dentro,. La técnica más usada consistía introducir los pies en el lago o arroyo disponible y vestido con una malla, ir mojando, enjabonando y refregando cabeza, tronco y extremidades. Es notable cómo el calor del cuerpo hace más tolerable el contacto con el agua en pequeñas dosis. Una vez terminado este primer paso, inevitablemente había que enjuagarse. Y eso nunca fue fácil. Mi técnica consistía en sumergirme de golpe con un alarido de karateka y bajo el agua agitarme, masajearme y retorcerme como un energúmeno. Disponía para eso de cinco segundos antes de comenzar a transformarme en un bloque de hielo. Escapar del agua y secarse de inmediato con la toalla era obviamente el paso siguiente.
Por último me referiré a un fenómeno exclusivamente femenino y que periódicamente ocasiona ciertas molestias a las afectadas. No podría brindar un informe en detalle sobre los recursos empleados por las jóvenes. Siempre entendí que de alguna manera se las arreglaban, y supongo que debe haber varias formas. Pero en una memorable reunión general previa al campamento en la que se instruía a los candidatos respecto de lo que era necesario llevar, que tipo de ropa, etc. tuve algún indicio. Ante el regocijo de los varones y hacia el final de la reunión, una dirigente, usando un lenguaje por demás hermético, con gran economía de gestos y dirigiéndose exclusivamente a las niñas, mencionó la conveniencia de llevar (con oscuros designios nunca explicitados) una palangana. Nunca supimos si alguien siguió su consejo. No vimos ninguna palangana entre los equipajes femeninos a pesar de la disimulada y afanosa búsqueda de todos los varones del grupo.
(de “En carpa”)
viernes, 24 de julio de 2009
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