sábado, 13 de junio de 2009

BLANCO, AZUL, ROJO

Mi adorada Melisa: (por la ventana entraba la luz del cartel luminoso; temblaba unos instantes, se mecía con la cortina y cambiaba de color. Blanco, azul, rojo) Creo que esta carta debí mandársela hace mucho. Sin embargo, tal vez sea ahora el mejor momento, porque le debo una explicación. Además, por alguna razón que no consigo descubrir, recién ahora puedo enfrentarme a todo lo que guardé durante tanto tiempo, como siempre guardé las cosas muy mías. ¿Cuanto hace? Ud. lo sabe. Fueron once años. Once años desde que la vi en aquella fiesta tan aburrida, en lo de Ochoa. Usted estaba sola, haciendo como que miraba un cuadro, ¿se acuerda? Nos pusimos a hablar mientras algunos bailaban; al comienzo fueron tonterías de circunstancias; después, no sé lo que me pasó. Comencé a contarle de mi trabajo, le dije de mi odio por aquella oficina, por aquel jefe, por aquellos compañeros tan mezquinos, tan chatos, por aquella falta de emociones. ¿Como fue que confié tan naturalmente en usted? Usted me escuchaba en silencio; tal vez no entendía todo lo que eso significaba para mí. A veces insinuaba una sonrisa. Me acuerdo que ni una sola vez miró el reloj. Yo estaba esperando y temiendo que lo hiciera, por eso cada minuto que pasaba me estremecía el miedo y la ilusión. No, usted me escuchaba, se interesaba... ¿Sabe ? hubo un momento en que casi me saltaron las lágrimas. Mire: ahora se lo puedo decir. Una sola vez intenté contarle mis cosas a alguien. Si quiere ríase: yo tenía nueve años, y mi mamá no me oyó. Hacía como que escuchaba, pero yo me daba cuenta: miraba para otro lado, acomodaba las flores de un jarrón. Yo la aburría. Tanto me di cuenta que terminé inventando una historia. No le conté la verdad. Si no te interesa, no merecés que te lo cuente, me dije. Recién con treinta años largos alguien se interesó y me escuchó. Esa fue usted. Usted con esos ojos tan negros, casi sin hablar. Usted no lo sabía, pero en esos momentos yo hubiera podido dar la vida por usted. ¿Sabe? ni sé como estaba vestida, de que color era su ropa... No podía apartar la vista de sus ojos, de esos ojos... Yo me veía dentro de ellos, protegido por ellos, abrigado dentro de su alma. Yo ya no quería ser otra cosa que una parte de esos ojos. Usted debe haberlo sabido. Seguro que lo supo. Los dos lo vimos. Entre nosotros crecía un puente cada vez más fuerte. Indestructible. Yo lo vi, no hizo falta hablarlo. Los dos lo sabíamos. Cuando nos despedimos sus ojos me lo dijeron: sí; confíe en mí. Es mío y soy suya. Ya está completo. Nadie podrá con nosotros. ¿Sabe? Mil veces intenté analizar el lenguaje de sus ojos. No pude descubrir en que consistía el cambio, pero a veces sonreían, o se apenaban o mostraban enojo. Siempre la expresión justa para que yo supiera que usted me comprendía. A veces aparecía una nube (seguramente de tristeza) que los cruzaba, otras salía un sol y me daba calor. Desde entonces la adoré y como usted sabe desde entonces todas las noches nos hablamos con el mismo lenguaje. Todas las noches, durante todos estos años, en sueños o despierto, sus ojos negros me repetían: "Confíe en mí..." (el hombre dejó de escribir. Sentado en esa cama y apoyado el papel en sus rodillas, estaba comenzando a sentir dolor en la espalda. Vigiló durante unos minutos la luz del cartel, calculando cada cuantos segundos cambiaba el color. Eran diez segundos. Y siempre en el mismo orden: blanco, azul, rojo. Comenzaba a notarse el frío de la madrugada. Esperó que lo iluminara la luz azul y continuó escribiendo) ... Por eso es que no hizo falta que la buscara, que la distrajera. Yo sabía que usted y yo nos encontrábamos todas las noches, nos mirábamos y cruzábamos el puente. Todas las noches me dormía con su sonrisa en la mía. Usted y yo, y nadie más. Por eso me extrañó verla hoy en aquel café. El hombre ése se reía y usted con él. Busqué sus ojos y no los reconocí. Su expresión era otra, alegre y dura. Esa no era usted. A él ni lo miré. Era un hombre cualquiera. Pero usted... ¿Que fue lo que pasó desde anoche, desde todas nuestras noches? (había completado ambas carillas de la hoja de cuaderno con su letra prolija y apretada. Encontró otro papel en la penumbra del living desconocido; volvió a sentarse en la cama y continuó escribiendo) Por eso es que me vi obligado a molestarla. Lo nuestro es demasiado fuerte como para que un malentendido lo borre o lo ensucie. Es indestructible. Eterno... (en la mirada febril había reaparecido el antiguo abatimiento. Se quedó inmóvil varios minutos, la mente hundida en el vacío. BLANCO... dobló los papeles con cuidado; levantó el velador del piso y lo apoyó sobre la mesa de luz sosteniendo la carta. Después, con infinita delicadeza AZUL... arropó el cuerpo, besó los asombrados ojos negros que ya perdían su brillo y abandonó
el departamento. La puerta se cerró con un suave chasquido. ROJO... )

De “Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos”

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