miércoles, 15 de abril de 2009

HIPÓLITO

- ¡Chicaaas... voy a entrar. No se asusten, parece que miro, pero no miro...! Con su renguera apurada, el tango entre los dientes y junando por el rabo pícaro del ojo, Hipolitito llegaba hasta el fondo de la Sala de Maternidad, recogía el tacho de basura de los baños y salía sin perderse detalle. Las flamantes madres que conservaban el sentido del humor, pescaban al vuelo su juego cotidiano y tapaban los pechos entre comentarios risueños. Hipólito las tranquilizaba: ¡no se preocupen, chicas, que la cabeza del nene tapa todo...!

Había llegado al Hospital como llegan los pobres. Juntado de la calle, en coma y en ambulancia. Nadie lo reclamó. Sus únicos familiares eran otros como él. Familiares ocasionales y temporarios. Antes se los llamaban crotos; ahora, como explica la economía de mercado, marginales. Pero en todas las épocas, ignorados, barbudos, cargando con su bolsa de arpillera o de plástico y todo su escaso ajuar encima. Siempre con reservas intactas de hambre y de frío y un horizonte cercano de miseria. En él, el Hospital pudo mostrar su mejor cara. Curó como pudo sus enfermedades de pobre y lo dejó ser uno más en esa familia multitudinaria. Tres turnos de noticias, intrigas y ámbitos múltiples conectados de mil maneras, donde cada uno consigue un espacio por lo que es, por lo que hace, por lo que muestra o por lo que parece. Donde los grandes amores y odios no son eternos aunque lo intentan y donde la muerte diaria es el otro ingrediente de la vida. Del coma pasó a internado crónico hasta que ascendió a peón de patio con piecita cerca del lavadero. Siempre de buen humor y con un tango entre los dientes escasos. Solo el alcohol le acercaba la vida pasada y la furia por tantas cosas no comprendidas; lo dejaba asomado a ese agujero sin fondo y oculto en su corazón de provincia, donde habían caído en el olvido los antiguos amores.

En los últimos años nunca estuvo solo ni volvió a ser ignorado. Y cuando murió, el iletrado e indocumentado Hipólito cargó de nuevo su bolsa de linyera y se despidió de todos nosotros. Lo hizo con su sonrisa sin dientes en clave de dos por cuatro y un guiño postrero en sus ojitos de viejo pícaro.

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