ABBÁ – LA NOVELA
DE SANTA RITA Y DE MEJICANOS
Doña Elvira elige un tomate, lo sopesa, tantea, huele, lo alza como para mirarlo a trasluz y lo aparta o devuelve a su lugar. Después de haber separado los tres que necesita para la ensalada y ya manoseados todos los del cajón, le pregunta desconfiada al resignado verdulero:
—Dígame, Don Tito: ¿Son frescos estos tomates? Porque acuérdese del papelón que hice la otra semana cuando tuve gente a comer y apareció uno con puntitos negros adentro que no sabía dónde meterme que vergüenza. Para mejor eran unos parientes de mi marido que son una chusma y vaya a saber que habrán andado diciendo por ahí. Como ellos son de la Capital, en Flores viven, se dan unos aires... está seguro que son frescos, ¿No...?”
Hace tiempo que Don Tito aprendió cómo tratar amas de casa. Sabe que en su trabajo de verdulero de barrio hay un secreto. Tomar las cosas en broma y piropear. Conoce el deporte de estas matronas, bromistas con los proveedores y circunspectas en sus casas, que consiste en provocar la reacción del comerciante. Saben por experiencia que les responderá con alguna frase halagüeña e intencionada. También sabe Don Tito que ésa es casi la única ventaja que tiene sobre el hipermercado. No puede competir con los precios, ni con la variedad de frutas y verduras, ni con la rapidez en la atención al cliente. Aunque estas clientas no tienen ningún interés en que se las atienda con rapidez y eficiencia. Por el contrario. Esa verdulería, como el almacén de la esquina, como el mercadito de la plaza, son los lugares de encuentro de las mujeres del barrio. Con el changuito en ristre que les sirve para justificar sus merodeos por la geografía irregular y arbolada, intercambian información confidencial y con medias palabras (este deporte alcanza en ocasiones el status de arte) jugosos chismes de vecinos. Ellas no van a un club y no les interesa la política ni el fútbol. Pero sí les interesa sentirse sumergidas en la vida, entendida no como un concepto abstracto sino como lo que es, hechos y sentimientos de personas concretas que sin proponérselo actúan sutilmente sobre otros hechos y sentimientos de otras personas concretas, en un lugar y en un tiempo concretos. Y eso es el barrio. Al hipermercado van, por supuesto, aunque a escondidas de su verdulero o almacenero. Así ahorran unos pesos. Pero mantienen con ellos la relación comercial que les provee de lo que no tiene ni nunca podrá tener el hiper: requiebros con aroma húmedo a repollo y manzanas, sabios pronósticos del tiempo, y un lugar familiar donde encontrarse con otras personas de carne y hueso.
—Buen día... ¿Cómo anda Don Tito? Hola, Doña Elvira, qué temprano que vino hoy... Con este frío!
—Y que le va a hacer, Marta. A la fuerza. Hoy me dejan la nieta más chica y quiero tener las compras hechas porque después no sé si me va a dejar mover. Usted sabe como son los chicos. A veces pienso que usted fue más inteligente. Si yo no me hubiera casado tendría algo de libertad, pero con cuatro hijos y siete nietos... una no es dueña de nada —disfrutaba refregando la prole en la cara de cualquiera.
—No diga eso Doña Elvira. Usted no sabe cómo la admiro. Por eso me da una rebeldía cuando alguno la critica...! Mucha gente se piensa que cuidar la casa es rascarse todo el día. Pero como yo digo: más vale una hora de televisión en el seno del hogar que ocho horas de trabajo en alguna oficina de morondanga. La familia es sagrada, que embromar. —Marta conocía desde siempre los pequeños secretos de esta esgrima verbal solapada.
—Hablando de eso, ¿Vio la propaganda de la novela que empieza hoy? Esa que muestran unos indios trabajando en una plantación, y al capataz que los golpea... creo que es colombiana o mejicana o brasilera... de uno de esos lugares con muchas plantas. Parece que puede ser buena. Hay una india jovencita muy linda, y se ve que el patrón le echó el ojo. Tiene un nombre raro... algo de la pasión. Capaz que es un tema religioso, ¿ Por que no le pregunta al cura?, capaz que sabe algo. —después de las obligadas fintas de calentamiento, se pasa al tema de fondo.
—Don Tito, voy a llevar dos kilos de papas, de esas blanquitas. ¿Me las elige usted por favor? No, Doña Elvira —bajó la voz y levantó las cejas— habla de la pasión pero me parece que es de la otra ¿vio? Si, la dan a las tres de la tarde, creo que se llama “Chapas de pasión” o algo así. Nombre raro. Me parece que la voy a poder seguir, a esa hora ya terminé con la cocina. Y usted ¿Cómo está, cómo anda esa rodilla?
— Y, algo mejor. También... le quedé debiendo cinco promesas a Santa Rita. Usted sabe, Marta, a propósito. La semana pasada me tuve que ir a confesar con el cura que va a la capilla de Luz y Fuerza los sábados. Resulta que quedé bastante dolida con el padre Ordoñez. Usted disculpe, que es tan amiga de él y de tantos años, si me acuerdo que la madre, que Dios la tenga en su santa gloria, murió se puede decir en sus brazos. Pero el padre Ordoñez me parece que es medio moderno, que quiere que le diga. Resulta que le digo mi pecado, me sentía muy mal, disculpe que no se lo cuente pero es bastante secreto, y va y me dice el padre que eso no es pecado y que en todo caso vea a un psicólogo y ni penitencia me dio. Qué quiere que le diga. Me cayó mal, mal. No me perdonó el pecado y además me trató de loca. Entonces me fui a la capilla, ahí confiesa ese cura pelado que viene del otro lado del arroyo ¿vio? Yo no le dije lo que me había dicho el padre Ordoñez porque por ahí entre ellos se defienden, y entonces el pelado me dio penitencia y me retó un poco, en fin, una confesión como Dios manda. ¿No le parece?
—Escúcheme, Doña Elvira. Lo que usted me cuenta para mí no es novedad. Pero el padre es así, vio? Siempre fue medio hippie. Medio moderno diría. Yo por eso también. Me voy a confesar con el gordo, es uno que la atendió a la abuela, como yo siempre le decía a la madre del padre. Con él da gusto porque es como los de antes. Le habla del infierno, del fin del mundo, del ángel de la guarda, del juicio final. De toda la religión de antes. Es otra cosa el gordo. El padre Ordoñez es un santito, como yo digo siempre, pero en eso no va.
—Y bueno, cada uno es como es ¿no le parece? Por eso yo lo perdoné a pesar de que me trató de loca. Le digo más, si me saluda, yo también lo voy a saludar. Bueno, si puede ver la novela nueva, después la charlamos. A lo mejor es interesante. Porque diga la verdad, Marta, las novelas argentinas ya no se pueden ni ver. Se la pasan tomando mate, hablando por teléfono, diciendo malas palabras, dándose esos besos indecentes. Ya no se pueden ni ver, mire. Y yo que tengo a mis nietitas, imagínese. —mientras examina una bergamota, Doña Elvira cambia de tono. Del confidencial pasa sin transición al levemente inquisitivo con algo de irónico— Y... ¿Cómo anda la hermanita del cura, esa separada que vive con ustedes? Que calladita que es ¿No es cierto?
— Anda bien, muy bien. Es una buena chica, pobrecita. Es un amor de chica. —ligeramente cortante— Bueno, Doña Elvira, me voy al mercadito que necesito varias cosas —besos en ambas mejillas— Chau, Tito, a ver cuando traés de esas ciruelas coloradas y grandes que me gustan.
Mientras camina con su bolsita de papas, Marta va mascullando rabia. “Vieja bruja, si esperás que la critique a la Isabel te vas a quedar con las ganas que si la otra me hace perrerías son cosas nuestras, que no se crea esta arpía que las voy a andar ventilando, si ni al Juan se las cuento. Al único que le voy con la queja es al gordo que él no puede andar hablando por ahí porque es en secreto de confesión, pero por lo menos me desahogo con él, si será pecado o no es otra cosa, pero las ganas de estrangularla que me vienen me parece que no están bien, seguro que no. Lo único que falta es que no quiera ver la novela de los colombianos, que se ve que es tan romántica con esos indios sufridos y ese capataz tan malo, el patrón no me parece tampoco trigo limpio y viejo además. Yo a ese actor ya lo vi en otras y siempre hace de malo, al muchachito casi no se lo ve en la propaganda. Pero Isabel a esa hora no ve nada así que no creo que tenga inconvenientes, aunque esa chica es tan difícil. Pero más bronca me da esa Doña Elvira, que al primer marido lo mató a disgustos y el de ahora parece un alma en pena el pobre, irse a casar justo con una viuda con hijos y con la maldad adentro, vaya a saber qué estupidez que fue a confesarle al Chiche, me gusta que la mandó al médico de locos, así se hace. Aunque ésta no se si es loca o se hace para embromarle la vida al prójimo, venir a decirme eso de Isabel que al fin y al cabo es la hermana del Chiche y él la quiere tanto. Bruja perversa. Y la Isabel ya tiene bastante con el carácter podrido que heredó de su madre que Dios la guarde, si ni ella se aguanta.”
El sol ya entibia el aire. A media cuadra de la cortada, desde el fondo del terreno que casi oculta un gran gomero, llega el ronroneo apagado de un motor. Desde bien temprano está Santiago trabajando en el taller mecánico que reemplazó a la herrería del padre muerto. Sobre la vereda y a la sombra de un alto techo de chapas, se puede ver aún el piso de tierra apisonada, el horno ya frío de años y cientos de herraduras colgando de clavos en las paredes de ladrillos sin revocar. El herrero había sido uno de los pocos que logró acercarse a Sara. Cuando en sus visitas de vecino don Alfredo se interesaba por su salud, antes de encogerse de hombros, Sara lo miraba y hasta parecía sonreír. Buen muchacho, decía cuando se lo mencionaba. Era respetuoso y de pocas palabras, también era anarquista desde siempre. Nunca encontró nadie una fisura en su honestidad. Sin que se entendiera cómo, había anudado una extraña amistad con ese cura que como él, conservaba una utopía, pero que además vivía para ella. Sara nunca supo de su muerte inesperada, ya sumergida en la tiniebla confusa de la senilidad. Había sido Don Alfredo el que le propuso a Juan abrir una comunicación en el fondo, donde se unían los terrenos. El pretexto fue: “Usted sabe, don Juan, si la abuela llega a necesitar... uno estaría más a mano”. La puerta de alambre tejido del fondo había servido finalmente para poder conversar sin apuros y sin testigos. “Esta idea suya de la puerta resultó muy buena, Don Alfredo. Porque el Jefe nuestro nos mandó hablar con todo el mundo, pero si sus compañeros lo sorprenden tomando mate con una sotana, quedaría totalmente desprestigiado. Hasta sería posible que lo excomulguen...” bromeaba Juan. Se sentía muy cómodo con alguien que lo llamaba don Juan y que jamás le diría Padre. Cuando al herrero le llegó la hora martillando en el yunque mientras soñaba con una sociedad sin patrones ni injusticias, fue la mirada de Juan la que quedó en sus ojos.
La casa parroquial está solitaria a esta hora. Marta deja las papas en el canasto y se pone a ordenar la sala que fue en un tiempo salón de estar y que ahora sirve de salón de reuniones. “Dónde andará esta chica. La pobre quiere aparentar que tiene alguna ocupación. Debe estar mirando vidrieras —mirando sin ver— o sentada en una plaza, si ni amigas tiene. Al Juan lo tiene preocupado. Pero, como yo digo, si pasa el tiempo mirándose el ombligo cómo no se va a deprimir...” Durante el almuerzo —Isabel avisó que se quedaría en el centro— Marta intentó interesar a Juan por la nueva novela, mientras Juan trataba de explicarle el argumento de su sermón.
—Vos Juan, harías bien en conocer un poco del problema de esos indios, tenés que ver como los tratan. En vez de darle pasto a esas beatas que mientras vos les hablás, hacen ver como que rezan el rosario mientras maquinan las maldades que le van a hacer a sus nueras. Yo que vos, se las largaba al curita nuevo que vas a tener. Que se vaya preparando para lo que se le viene. —Marta tuvo siempre un pobre concepto del grupito de damas que gustaba creer que eran las propietarias, el entorno y la mano derecha del cura.
—...en cambio esos indios son nobles ¿viste? si se te parte el corazón, pobrecitos.
—¿De dónde me dijiste que eran? —Resignado, Juan trató de imaginarse los mil problemas que tendrían esos indios.
—No sé bien. De Venezuela, Colombia, Brasil... que se yo. La novela todavía no empezó. Es un país con muchas plantas.
Si bien algo desmotivado, Juan continuó mentalmente con su sermón. Pensó que más adelante se ocuparía de esos indios. Lo primero sería ubicarlos en el mapa.
Es en una plantación de cacao y en México. Los indios con su pijama blanco de indio, los capataces y patrones vestidos como si fueran cow-boys, pero con grandes bigotes negros y también algo indios. La ropa no deja adivinar la época de la acción y el título de la novela resultó ser “Chiapas de pasión”.
—Chiapas es un estado al sur de México, cerca de Guatemala. —Isabel había llegado cerca de las tres y silenciosamente se había puesto a mirar la novela. La ignorancia de Marta había conseguido romper su mutismo.
La muchacha india pero linda se llama Macarena y el muchacho bueno Juan Ignacio. Ambas televidentes aprobaron los nombres. Muy románticos.
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