lunes, 14 de abril de 2008

EL PRINCIPITO Y EL ESPEJO

Era muy rico. Y sin embargo comenzó a sentirse triste. Al principio pareció que se trataba simplemente de aburrimiento. Pero poco a poco la tristeza comenzó a tomar su verdadera casa: la soledad. O peor dicho: el aislamiento.
Sí. Se sentía acorralado. Aislado y muy solo. A nada le encontraba gusto. El Principito recién asomaba a la vida, y la vida ya comenzaba a no tener sabor para él. Y no era por falta de condimentos. Porque su padre, el Rey, trataba de darle todos los gustos. Le había llenado su habitación con toda clase de juguetes raros y costosísimos. Las mejores comidas y golosinas eran para él. Todos los muebles eran de super-lujo. Hasta tenía su mesa para hacer los deberes, cubierta de una fina lámina de plata pulida y brillante.
Le habían asignado la mejor sala del palacio, con una gran ventana que daba sobre la plaza del pueblo. Para que gozara del sol y estuviera protegido del frío, habían puesto en la ventana el mejor cristal que se había conseguido en todo el reino. Ni siquiera una falla se hubiera podido encontrar en aquel gran vidrio que permitía ver todo lo que pasaba en la plaza.
Y sin embargo el principito empeoraba día a día. Se sentía siempre peor. Cada vez más triste, más solo y aislado, sin gusto para nada, pensando nada más que en sí mismo y en todo lo que le traían para entretenerlo. Fueron consultados los mejores médicos y sabios del país para que le encontraran la cura. Pero nada habían conseguido. Nadie acertaba con la causa de la extraña enfermedad. La cosa parecía no tener remedio.
Hasta que al fin decidieron consultar a un sabio y viejo ermitaño que vivía solo en la montaña. Quizá él pudiera comprender este extraño mal de la soledad del principito. Era tan pobre el ermitaño, que tuvieron que prestarle un manto para que pudiera venir al palacio.
Después de saludar al rey, pidió quedarse solo con el Principito en la pieza de la gran ventana de cristal. Entonces lo invitó al joven a que se acercara y mirara hacia afuera a través del límpido vidrio. Así lo hicieron los dos, y el ermitaño le preguntó al Principito:
—¿Qué ves?
—Veo a mi pueblo —respondió el joven— Veo a la gente que va y viene, corre y ríe, llora y canta, trabaja y descansa.
Entonces el ermitaño, sin decirle nada, tomó la fina lámina de plata que cubría la mesa, y la colocó detrás del cristal de la ventana, que quedó así convertido en un espejo. Y volvió a preguntarle:
—¿Qué ves?
—Ahora no veo más a mi pueblo —contestó el Principito— Ahora me veo solo a mi mismo, y que tengo la cara muy triste.
—Has visto —le dijo el ermitaño— Cuando la plata se interpone entre vos y tu pueblo, entonces hasta el más límpido cristal queda convertido en espejo, y ya no podrás ver a nadie más que a vos mismo. Comparte tu plata y no la tengas inútilmente en tu mesa. Entonces volverás a sentirte unido a los demás, y descubrirás que sos feliz, como cuando eras niño.

Mamerto Menapace

1 comentario:

Unknown dijo...

este cuento de quien es