viernes, 25 de enero de 2008

CUANDO PINOCHO CRECIÓ

Desde hacía algunos días, Gepetto estaba cambiado. Seguía siendo el viejito bondadoso y amable que la aldea entera conocía, pero sus ojitos miopes tenían otro brillo. Si hasta parecían más buenos. Los que lo iban a visitar para conversar de cualquier cosa o para verlo trabajar, poniendo esmalte verde en la mirada de una muñeca rusa o instalando con herramientas diminutas la cuerda de un soldado prusiano, se iban comentando: Gepetto está distinto.
Sin embargo, todo había comenzado mal. Fue una noche sin luna en que Pepito Grillo, bastante ofuscado, llegó justo cuando él estaba por acostarse a descansar. (Pinocho, que se había convertido en un muchachón grandote y buenazo, ya estaba roncando como un hombre) Sin anunciarse con golpecitos en el vidrio de la ventana ni con su sonoro chirrido agudo como siempre hacía, Pepito Grillo, verde y enojado, le comunicó que renunciaba. Ya no quería ser conciencia. Ni de Pinocho ni de nadie. Se confesó incapaz de juzgar lo conveniente o inconveniente de tantas cuestiones como le planteaba su patrón. A medida que pasaban los años, parecía complacerse en proponerle preguntas más engorrosas y opciones más complejas y opinables. Al fin y al cabo, yo no soy más que un grillo, Don Gepetto, y una cosa es decirle a un chico que tiene que ir a la escuela y que no debe romper vidrios, y otra es resolver tanto problema confuso y espinoso. Gepetto debió aceptar que ser conciencia de un niño parecía ser más simple. Todo lo que hay que hacer con un niño es decirle lo que esperan los padres que haga un niño. Tomar toda la sopa, estudiar, obedecer, lavarse los dientes. Cosas simples. Indiscutibles. Pero a un hombre... ¿que se espera que haga un hombre...? Por unas horas esta pregunta le quitó el sueño. El desalentado Pepito Grillo ya se había ido y el buen Gepetto no conseguía dormir. Después de dar vueltas y vueltas en la cama, reconoció que aunque los problemas de un hombre fueran más complicados que los problemas de un niño, siempre habría distintas formas de solucionarlos, y que algunas formas debían ser mejores que otras, y que la diferencia entre un hombre bueno y un hombre malo era la forma que elegía casi siempre. Ya volvería a conversar con el renunciante Pepito; me parece que se toma las cosas demasiado a pecho, pensó. Y así, ya más tranquilo, se pudo dormir. Al día siguiente salió el sol y cantaron los pájaros, y Don Gepetto se despertó contento. Montado en su bicicleta, Pinocho ya se había ido. Bien tempranito se había ido para la Universidad de los Juguetes de Madera. Este era el último año de estudios. Cuando termine la Universidad, ocupará mi lugar en el taller, y hará muñecas, soldaditos, relojes cu-cu, y toda clase de chiches para que jueguen los chicos. Y seguro que los hará mejor que yo, porque él pudo estudiar, y pudo aprender a pintar con colores más brillantes, y a hacer caritas de muñecos más simpáticas y soldaditos más fuertes. Mientras trabajaba, Don Gepetto silbaba entre dientes y sonreía sin darse cuenta. Durante todo el día estuvo recordando y recordando y recordando. Se veía eligiendo la madera para el muñeco, fabricándolo con un lindo pedazo de pino, pintándole su linda carita de pícaro... Y recordó la noche en que el hada azul le dio vida... Y al astuto Zorro y al Gato ladino que lo habían engañado, y recordó también su angustia cuando Pinocho se escapó con Strómboli, el feo, gordo y malvado que lo hacía cantar y que lo hacía bailar en un escenario junto a los otro títeres...
Pinocho llegó aquella tarde más temprano que nunca. Gepetto estaba feliz porque iban a poder comer juntos un rico guiso con mucho pan, y el joven Pinocho le contaría lo que había aprendido en la Universidad. Pero Pinocho no sonreía y estaba muy colorado; quería decir algo y no encontraba la forma de empezar. Pero cuando empezó, no pudo parar. Papá, usted sabe (en aquel tiempo los hijos le decía "usted" a sus papás) usted sabe que lo quiero mucho y que no quisiera verlo triste como cuando era chiquito y me porté mal... (Gepetto lo interrumpió con un gesto y una sonrisa) digo... que no quiero verlo triste... pero no voy a seguir estudiando en la Universidad de los Juguetes de Madera...! (los trencitos y los relojes de juguete hicieron silencio, el aire se quedó muy quieto y todo el taller contuvo el aliento). Con Gepetto pálido y tembloroso y sentado en una silla; mientras se consumía en el fuego el rico guiso que estaba preparando, siguió Pinocho. Había estudiado y estudiado porque su conciencia le decía que debía hacerlo, que la ilusión de su papá era que él siguiera con el taller y que aprendiera a fabricar muñequitos y relojes, pero que a él lo que le gustaba y siempre le había gustado era cantar y bailar en un escenario y ver las caras felices de la gente y que lo aplaudieran y que lo quisieran y lo saludaran en la calle, y viajar mucho, y conocer una chica rubia en una aldea lejana, y ver el mar y subir montañas muy altas con mucha nieve y que también le gustaría volar pero que eso no se podía. Y que últimamente su conciencia estaba indecisa y no sabía que decirle, porque la aventura de su vida debía empezar y echar raíces y crecer en el sufrimiento de su querido papá. Pinocho seguía hablando y hablando aunque Gepetto ya no podía oírlo. Toda su vida parecía equivocada y toda la felicidad que había imaginado para su hijo, para su único hijo, una crueldad.
Fué una noche amarga para el anciano Gepetto. Y fue tanta su amargura que para no seguir pensando se quedó dormido. Y en su cama de madera volvió a soñar con el hada azul. El hada azul le sonreía con su linda carita de muñeca pero también parecía que lo retaba. Gepetto, Gepetto, le decía; ¿Para que pediste tener un niño de verdad ? ¿Querías tener un títere más lindo, que sonriera, con la piel suave y calentita, que te hiciera compañía, y que supiera hablar para contarte cosas... o querías un hijo...? Lo recuerdo muy bien. Aquella noche había miles de estrellas; yo me acerqué con la mía y entré por la ventana hasta este taller. Siempre habías querido un hijo; como eras tan bueno y hacías felices a los niños con tus juguetes, lo toqué con mi varita a Pinocho y lo hice tu hijo, lo toqué a Pepito Grillo y lo convertí en su conciencia. Pinocho ya no es un títere, querido Gepetto, ya no es un títereee... Y en sueños, el viejito vio como el Hada azul se alejaba sonriendo, volando en su estrella llena de luz.
A la mañana, Gepetto se levantó con el sol, prendió el fuego y preparó el mejor desayuno de su vida. Cuando estuvo listo, despertó con un beso a Pinocho que dormía un sueño triste. Arriba, hijo... Hoy no voy a trabajar. Si te parece bien nos vamos al río, y llevamos en una canasta pan con queso y vino. Y pescamos, o miramos a los pajaritos que vuelan para arriba, para abajo o dan vueltas felices y libres, o nos quedamos muy quietitos acostados en el pasto para ver caminar a las nubes. Si querés, me contás como te imaginás a la chica rubia de la aldea lejana. Yo sé que va a ser tan buena como vos y que algún día voy a poder verlos cantando y bailando juntos en un tablado de plaza, y que voy a tirar papelitos y que los voy a aplaudir como nadie.
Y en aquella mañana de sol, recién en aquella, el que despertó sonriendo y abrazó a Gepetto fue un hijo. Uno de verdad.

(De "Historias de Juan Ordoñez y otros cuentos)

1 comentario:

Luciana dijo...

Qué hermoso relato. Primero me hizo reflexionar en mí y en mi marido como padres y después en mí como hija, y en tantas cosas. Me emocionó y me hizo pensar. Gracias por compartirlo, no conocía al autor.