“Espero que esta vez lo encuentre a Camargo, con él se puede tratar. El viejo siempre me pone peros, se hace problema por cualquier cosa y pierdo un toco de guita, que si el turco se cree que por los miserables pesos que me tira de extra por laburar en Navidad me voy a conformar, está frito, aunque la verdad es que a mí me salva. Año nuevo es otra cosa, en el club se pone linda la farra con los muchachos y la bruja ya se resignó a que conmigo esa noche no cuenta, en nochebuena no puedo safar, siempre me llena con el asunto de la noche de paz, noche de amor y juntarse con la familia, que se quede ella con los pibes y los petardos y su vieja, la abuela y los plomos de sus parientes con los mismos chistes de siempre, si Camargo está de turno, entre el gasoil que curramos y la mercadería que escondo en el auxilio me hago una buena diferencia, que para algo tiene que servir venirse hasta la frontera a buscar uno de estos mastodontes para llevarlo a Montes de Oca, dos días solo arriba del camión, aguantando a la cana que te pide la cometa, ni siquiera corren riesgos, que si a mí me pescan por ahí pierdo el laburo en cambio ellos están todos en el asunto y se cubren, si completo el trámite más o menos rápido, puedo llegar temprano a Concordia, a la tardecita con tiempo para comer tranquilo en el hotel y salir por ahí a dar una vuelta, uno nunca sabe”.
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El camión rodaba por la ruta, liviano y flamante. A velocidad reglamentaria para no hacer más gravoso el inevitable soborno a la autoridad. Después del demorado almuerzo y de la siesta en la banquina sombreada por un monte de eucaliptos, seguía sobrando tiempo.
Ya estaba cayendo el sol cuando el Beto lo vio a un costado de la ruta. Un redondo punto rojo en la banquina. Disminuyó la velocidad hasta que pudo distinguir los detalles. No había dudas. Era papá Noel y le estaba pidiendo que lo lleve con el globalizado gesto de “hacer dedo”. Había una discordancia notable entre el globuloso abdomen y el rostro delgado de apaisanado y negro bigote.
—Le agradezco la amabilidad, señor. Me veo obligado a esto, que si tuviera que pagar el pasaje de ómnibus hasta Concordia se me iba toda la plata de la changa y... ¿sabe? No están los tiempos como para darse esos lujos.
En la cabina del Beto se liberó de la almohada que servía de abdomen. Era uruguayo y solo le había alcanzado el tiempo para quitarse la barba y la peluca. Hasta media hora antes había estado representando a papá Noel en un supermercado de Chajarí.
—Esta noche tengo que repetir el numerito en una casa de campo... gente de plata y con un montón de chiquilines. Y que pagan bien ¿sabe...? No es que me crea actor ni nada de eso, pero sucede que me gustan los chicos, y vestido de papá Noel puedo hablarles, me escuchan con esos ojos grandes que me recuerdan a mis botijas... además es el único trabajo que se consigue en estos días...
Al Beto le gustaba su tono pausado y manso. La caída del sol entre nubes naranjas parecía el mejor decorado para el rostro grave del oriental. Era del campo, de los pagos de Paysandú, y había cruzado el río hacía ya varios meses dejando en su rancho a la patrona y cuatro chiquilines.
—Es que allá la cosa está bien fea ¿sabe?. Acá por lo menos consigo algunas changas y puedo mandarles algo para seguir tirando... Y si Dios quiere, algún día traérmelos conmigo, o mejor, volverme para mi pago con algún conchabo. Yo, a los trabajos del campo me les animo a todos, pero hay tan poco que hacer por allá...
Le resultaba difícil al Beto imaginarse a este paisano con su resignada tristeza personificando a un papá Noel dinámico y satisfecho de estentóreas risotadas.
—...es que a los chicos hay que conocerlos, hay que quererlos. Y hablarles al corazón. (el uruguayo parecía leer el pensamiento) Son cosa seria los chicos. Y no son...¿cómo se dice...? no son frívolos ¿vio?. No son hipócritas. Son muy serios y son también muy alegres, pero, es claro, cuando tienen a sus viejos cerca. O a papá Noel, que es como un abuelito que sabe escuchar... ¿Usted tiene chicos, señor?
Así fue como el Beto modificó sus planes para la noche. Cenó en el hotel, pero acompañado por un paisano semivestido de papá Noel. Contándole de sus tres hijos, de las gracias del mayor y de los ojos de las mellizas, tan parecidas a mi mujer y tan lindas como ella... brindando. por sus familias entre ruidos de cohetes, la de las afueras de Paysandú y la de un suburbio de Buenos Aires. Y ayudando a acomodar una barriga y una blanca barba de fantasía. Y, cercana la medianoche, llevando en triunfo a su destino a un completo, alegre y saludador papá Noel trepado en el chasis del flamante camión.
De regreso al pueblo, Beto no se dirigió al hotel. La noche estaba cálida y mucha gente había sacado sus asientos a la vereda. Acompañaban a chicos y a muchachones que alborotaban con sus risas, corridas, explosiones y lluvias de luces multicolores. Caminó sin apuro, deteniéndose cada tanto para admirar el cielo de luna casi llena, fuegos artificiales y globos de papel navegando en lo alto con el viento suave del oeste. A través de algunas ventanas abiertas de par en par
pudo ver, rodeando las mesas con restos de comida, la reunión de los mayores recordando otras navidades. Presidida a veces por una anciana silenciosa, de brazos cruzados sobre el pecho y mirada perdida, intentando revivir el tiempo en que la familia entera dependía de ella. De sus cuidados y de su cariño.
Beto se acostó de madrugada en su cama anónima de hotel. Tenía un nudo en la garganta. Hacía mucho tiempo, no recordaba ya cuánto, que no deseaba como ahora llegar de nuevo a casa.
domingo, 23 de diciembre de 2007
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